Recuerdo de una visita a la Cárcova
Aquella mañana Juan Carlos Romero vino por el taller trayendo unos apuntes para encuadernar, aproveché para mostrarle un trabajo que había terminado en esos días. No tenía nada que ver con las encuadernaciones tradicionales, era una obra que tomaba como punto de partida los antiguos libros plegados. Yo había reunido un grupo de imágenes y con la asistencia de mi hijo fui haciendo el diseño para construir un libro que no tenía más pretensión que engrosar mi colección personal. Era un libro plegado sólo en su concepción constructiva, las secciones era de material rígido y las articulaciones flexibles permitían la más completa apertura.
La obra tenía otra particularidad. Los libros plegados en zigzag tienen su origen en los antiguos libros-rollo, cuando se comenzó a plegarlos en lugar de arrollarlos se comprobó que la manipulación, el almacenamiento y la consulta del contenido se facilitaba enormemente. Pero en lo esencial, tanto el rollo como el plegado seguía siendo una larga faja de papiro o pergamino. Para formar el acordeón los dobleces eran siempre paralelos y se alternaban uno hacia adentro y el siguiente hacia afuera. En mi trabajo la dirección de los dobleces no respondía a esa lógica, por eso al estar totalmente abierto de plano su forma no era el de una faja alargada.
Y todavía había algo más: en un libro convencional sólo dos páginas pueden ser observadas simultáneamente (la par sobre la izquierda, la impar a la derecha); en el plegado tradicional la contemplación puede extenderse a todo lo largo de la tira, en mi libro algunas páginas se yuxtaponían con la de arriba y la de abajo.
Juan Carlos se olvidó de los apuntes que traía, se puso a manipular la obra y repetía entusiasmado por el descubrimiento: ¡Javier, esto es un libro de artista! Que dijera eso era todo un elogio; él era un artista consagrado, una verdadera autoridad en todo lo relacionado con el grabado, la poesía visual, los libros de artista y mucho más. Ya desde antes prestaba gran atención a mis trabajos cuando venía por casa, a partir de aquel momento su interés aumentó.
Varias veces me dijo que quería que llevara algunas de esas obras para mostrarlas a sus alumnos. Finalmente un día cargamos una buena cantidad de libros-objeto en su coche y nos fuimos para la Escuela Ernesto De La Cárcova. Yo estaba entusiasmado con la perspectiva de colaborar en una de sus clases sobre libros de artista, era todo un halago que me hubiese invitado a acompañarlo. Teníamos muchos años de coincidencias políticas y sindicales, pero también compartíamos afinidades artísticas.
Era un martes soleado y con un clima casi primaveral, íbamos por la costanera organizando la clase y salpicando comentarios varios. En un momento me dijo “ahí está el Museo de Telecomunicaciones”, en realidad eran las últimas semanas que el museo estaría allí, luego Telecom se desprendería de él. Juan Carlos había dejado de dirigirlo al llegar la privatización, cada tanto recordábamos alguna anécdota porque en el fondo nos seguíamos sintiendo telefónicos. https://javiernieva.blogspot.com/2017/09/romero.html
Muchas veces habíamos hablado de libros de artista, un tema en que Juan Carlos tenía una enorme experiencia. Todavía intercambiábamos opiniones cuando llegamos a la Cárcova. Cargando los paquetes entramos a la Escuela y nos dirigimos al aula de la planta baja donde se haría el encuentro.
Estábamos en los preparativos, él revisaba algunos trabajos de sus alumnos, yo acondicionaba mis libros. Fue entonces cuando entró al aula una mujer que trabajaba en la Cárcova, y dejó caer una frase como si fuera una bomba: “¡Atentaron contra las Torres gemelas!” El revuelo fue general; el único que parecía no conocer la existencia de las torres era yo. Todos se movieron, alguien se acercó a un televisor y lo encendió. Empezaron las exclamaciones, los comentarios superpuestos, las referencias a las imágenes que en realidad era una única secuencia repetida y vuelta a repetir. Con semejante conmoción nadie se acordaba de mis libros, yo tuve suficiente sensatez como para sonreírme y guardar silencio.
La conmoción por la noticia duró largo rato, Juan Carlos tuvo que ser tolerante y esperar que se calmaran los comentarios. Finalmente hizo apagar el televisor. Lo que tendría que haber sido una exposición de libros se redujo a una rápida pasada por las obras. En el camino de vuelta lamentó la coincidencia, la frustrada clase sobre libros de artista también fue un “daño colateral” del 11 de septiembre de 2001.
Una cortada
A mediados de los 60 empecé a frecuentar los libros de la Editorial Universitaria de Buenos Aires; se instalaron puestos de venta en distintos lugares de la ciudad, uno de ellos estaba en la esquina de Avenida de Mayo y Chacabuco. Era mi parada obligada cuando salía de estudiar, yo estaba deslumbrado con esas publicaciones y siempre terminaba comprando algún libro.
Uno que recuerdo especialmente es “Buenos Aires, mi ciudad”, era un poco más grande que el tamaño carta, con unas hermosas fotografías de Sameer Makarius que cubrían toda una página y enfrentándola un texto referido a la imagen. La fotografía de la Cortada de Carabelas se complementaba con la poesía homónima de Carlos de la Púa:
“Reñidero mistongo de curdas y cafañas,
de vivillos de grupo y de vivos de veras,
la cortada es el último refugio de las cañas
y la cueva obligada de las barras nocheras…”
Aquella cortada fue rebautizada como Pasaje Carabelas, pero yo ahora me voy a otra cortada, un pequeño caminito de mi época infantil. Era apenas un paso bordeando el alambrado del ferrocarril, en los años 50 ‘unía la calle Melián con Blanco Encalada. Aunque esas calles no son paralelas, para los que venían desde el lado del Hospital Pirovano caminando por la vereda impar de Melián, antes de llegar a La barrera se encontraban con ese pequeño paso que les permitía llegar a Blanco Encalada. No tenía ningún nombre, no figuraba en los mapas, simplemente le decíamos el caminito.
Muchos años después volví a andar por esa zona. Las idas y vueltas del trabajo me llevaron a un edificio que empezaba a funcionar como Escuela y Centro de Documentación. El taller de encuadernación todavía no había terminado de ser instalado, teníamos mucho tiempo ocioso y salíamos a caminar por el barrio. En una de esas andanzas llegamos al caminito que yo conservaba en mi memoria. Pero el caminito ya no era aquel estrecho pasaje que bordeaba el alambrado del ferrocarril, se había abierto un pasaje de unos treinta metros de largo, una calle asfaltada que hasta lucía una chapa con el nombre que la municipalidad porteña le asignara.
El cambio en el paisaje me dejó asombrado, me sentí como el personaje de un viejo tango, aquel que decía:
“Borró el asfaltado, de una manotada,
la vieja barriada que me vio nacer...”
Y el asombro se completó cuando supe cuál era el nombre de ese pasaje: Hiroshima.