Desde la más remota antigüedad los seres humanos han mirado al cielo, se han deslumbrado con las estrellas, tal vez se sintieron disminuidos y amedrentados, seguramente buscaron relaciones entre tan imponente magnificencia y su propia pequeñez. Llegó un momento en que descubrieron que esas luminarias eran siempre las mismas reiterándose noche tras noche, siempre ocupando un mismo lugar con respecto a otras, siempre moviéndose de levante a poniente, igual que el sol. Entonces no existía ni este ni oeste, ni norte ni sur, era sólo levante y poniente, porque esas maravillas de la naturaleza se alzaban siempre por el mismo lado, se movían siempre en una misma dirección, desaparecían siembre por un mismo lugar. Fue a partir de esos fulgores moviéndose por el cielo que nacieron los puntos cardinales, la medida del tiempo, el descubrimiento de puntos de orientación no sólo a ras del suelo sino también en lo alto.
Ese movimiento dibujaba una forma, una bóveda inmensa limitada por esas luces nocturnas. Esa perfecta redondez en todas las direcciones tenía en su centro a la tierra y parecía girar en torno a ella. Un invisible eje podía imaginarse pasando por el centro de la tierra, prolongarse hasta dos lugares bien definidos en la esfera celeste, dos polos que, aunque no pudieran ser vistos simultáneamente, eran los firmes apoyos del movimiento giratorio.
La atenta y reiterada observación mostró regularidades asombrosas, y no sólo en lo que se repetía siempre igual a sí mismo, sino en dos cuerpos ostensiblemente diferentes que vagaban por el cielo: la luna y el sol. Pero además de ellos, otras “estrellas errantes” giraban de manera diferente al de las estrellas fijas. Estos vagabundos se movían sobre el fondo estrellado, por lo tanto estaban más cerca de la tierra, cada uno parecía tener un lugar de desplazamiento que le era propio, y también la velocidad con que se movían era particular de cada uno de ellos. Se empezaron a registrar esas evoluciones, aún con yerros e imperfecciones se pudo establecer un ordenamiento en la ubicación de los planetas, y se supuso que cada uno de ellos era solidario con una esfera, porque la regularidad del movimiento estaba asociada a la perfección, y ésta a la forma esférica.
En las últimas páginas de República el Sócrates platónico le cuenta a Glaucón como viaja el alma de un soldado muerto en combate; ese fragmento formaba parte de la bibliografía de un seminario dictado por los profesores Roberto Casazza y Aníbal Szapiro sobre la explicación de los movimientos celestes, por eso el interés no estaba puesto en las penalidades de los espíritus sino en la poética descripción del cielo. El relato recogía buena parte de lo que hoy podríamos llamar el conocimiento astronómico de la época. Se suponía que la Tierra era una esfera que ocupaba el centro del universo y que alrededor de ella giraban la Luna, el sol y los cinco planetas conocidos hasta entonces: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Y más lejos todavía estaban las llamadas estrellas fijas, esas que aparentemente no cambian de posición en el cielo y que se repiten siempre iguales noche tras noche.
Para el observador terrestre era fácil imaginar una gigantesca esfera en la que se ubicaban las estrellas; el propio desplazamiento de éstas en el cielo nocturno contribuía a la idea de esfericidad de ese límite. Contra ese fondo estrellado se movían los planetas y se supuso que cada uno de ellos estaba asociado a una esfera totalmente transparente. Maimónides diría en el siglo XII:
“Las esferas no son livianas ni pesadas, tampoco poseen color, no rojo ni negro u otro (…) las esferas son translúcidas y transparentes como el vidrio, como el zafiro. (…) Tampoco tienen ni sabor ni olor, ya que tales atributos sólo se presentan en los entes materiales.”
En el relato platónico eran ocho las esferas que rodeaban la Tierra, la más lejana –la esfera celeste- era la de las estrellas fijas y hacia el centro se ubicaban Saturno, júpiter, Marte, Mercurio, Venus, el Sol y la Luna. El ejemplo que daba el soldado del relato era el de una tortera metida una dentro de otra, “y así una tercera y una cuarta y otras cuatro más”. Pero la frase sobre la que quiero llamar la atención es aquella en la que dice: “como las cajas cuando se ajustan unas dentro de otras”.
“(…) según lo que dijo, había que concebirla a la manera de una tortera vacía y enteramente hueca en la que se hubiese embutido otra semejante más pequeña, como las cajas cuando se ajustan unas dentro de otras; y así una tercera y una cuarta y otras cuatro más. Ocho eran, en efecto, las torteras en total, metidas unas en otras”.
En ese seminario también se habló de los cinco poliedros regulares porque Kepler desarrolló una teoría astronómica basándose en ellos; comentar ese tema me alejaría mucho de lo que estoy contando, simplemente menciono esos cinco sólidos regulares: tetraedro, hexaedro, octaedro, dodecaedro e icosaedro. El segundo de esos poliedros, el hexaedro, tiene importancia en esta historia.
Antes destaqué la comparación hecha por Platón, “como las cajas cuando se ajustan unas dentro de otras”, al referirse a las esferas concéntricas. A partir de esa frase se disparó la idea que terminó en la construcción de “El Hexaedro Celeste”. No me interesaba una construcción con esferas concéntricas (tampoco podría haberla hecho), pero las cajas “ajustándose unas dentro de otras” era una idea muy atractiva. Voy entonces a la descripción de la obra.
En rigor sólo hay un hexaedro completo, el que simboliza la Tierra y se ubica en el centro, los siete que le siguen están abiertos por un lado para permitir que en su interior se vayan ajustando los demás como las cajas del relato platónico. El octavo, el más externo, se asemeja a un exaedro sólo cuando la obra está totalmente cerrada, para permitir el acceso al interior se abre como las valvas de una ostra.
El cubo central está revestido con un marmolado para simbolizar la Tierra, las cajas que le siguen tienen coloraciones distintas porque en el texto platónico cada una toma el color del planeta al que está asociada. En el caso de la más externa diría que era estrellada, y luego continuaría en orden descendente: amarillenta la de Saturno, blanca la de Júpiter, rojiza la correspondiente a Marte, nuevamente amarillenta la de Mercurio, blanca también la de Venus, brillante la asignada al Sol, reflejando la luz de la anterior la de la Luna.
Unos años atrás participé con algunos de mis trabajos en un encuentro organizado por EARA, entre ellos estuvo El Hexaedro Celeste. Desde un principio me había preocupado el problema de exponer una obra que necesitaba ser mostrada en sus partes constitutivas para poder ser apreciada. Voy a dar un pequeño rodeo para que se entienda cual es el problema.
Supongamos que nos encontramos frente a una escultura, se trata de una estructura estática ubicada ante nosotros, la vemos desde una determinada posición y podemos observar lo que se ofrece directamente a nuestra vista. No la abarcamos en su totalidad y sabemos que desde otra posición podríamos contemplar detalles que en ese momento permanecen ocultos. Empezamos a movernos en derredor de ella, vamos rodeándola para descubrir aspectos nuevos, y a medida que lo hacemos varía la parte que se nos presenta. El cambio de posición implica un cambio de perspectiva no sólo con respecto a la escultura misma sino al paisaje que la rodea.
Sin embargo, si pudiéramos rodearla completamente no habríamos agotado todas las posibilidades de contemplación, un círculo alrededor de un objeto sólo nos permite abarcar un plano, tal vez un movimiento esférico nos proporcionaría esa visión totalizadora. Pero esto último es una digresión, volvamos al comienzo de este párrafo y supongamos que dando una vuelta alrededor de la estatua ya tenemos suficiente.
Con el Hexaedro el problema era cómo presentarlo, si se lo exponía cerrado todo lo que se podría ver sería una caja de color azulado. Si se lo mostraba abierto mejoraba la presentación pero sólo mostrando una caja interior que seguía ocultando los demás componentes. Si se quitaba esa primera caja se permitiría observar la segunda pero continuaría el ocultamiento de lo que había debajo. Ir retirando las distintas capas se permitía llegar al cubo central, la obra como tal quedaba destruida. Cuento todo esto porque creo que puede ser útil para quienes tengan que presentar una obra que no necesariamente tenga automovimiento.
El caso se parecía bastante a la de una escultura, pero una escultura que debía ser explorada internamente. Imaginé un edificio visto desde el exterior, alguien se sitúa frente a él y lo observa; comienza a rodearlo y va descubriendo nuevas perspectivas, no sólo del edificio en sí mismo, sino en relación con el entorno contra el que se recorta. El observador tiene delante al edificio y también al paisaje que le sirve de fondo, pero todavía queda el interior, toda una estructura a descubrir…
Recordé las palabras del profesor Roberto Walton en una de sus clases de Gnoseología:
“Nunca agotamos el objeto; la cosa se da siempre a través de un aspecto, de un perfil o de un escorzo. Siempre tenemos perfiles o escorzos parciales de un objeto”.
En su explicación iba mucho más lejos porque aseguraba que ese aspecto parcial del objeto era a su vez un sistema de escorzos.
Cualquiera fuera la forma en que expusiera el Hexaedro sería sólo una exposición parcial; más tarde llegué a la conclusión de que eso siempre ocurre con cualquier obra, si no quedaran aspectos a descubrir, nuevas perspectivas a indagar, no se estaría en presencia de algo que valiera la pena observar.
Pero entonces ´todavía estaba empeñado en mostrar la obra de la forma más completa posible; imaginé que si la acompañaba con un juego de fotografías orientaría a quienes la contemplaran a dar un salto cualitativo en la comprensión. Recurrí a Edgardo Gutiérrez, quien además de ser profesor de filosofía en la UBA es un gran cinéfilo y una persona paciente y comprensiva. Le expliqué que quería unas imágenes del Hexaedro desde distintas perspectivas y en una secuencia que mostrara la caja cerrada y su posterior apertura.
Edgardo hizo un gran trabajo y la serie de fotografías entusiasmó a María Ángela Silvetti que, además de ser quien actualmente preside la asociación de Encuadernadores Artesanales de la República Argentina, es docente universitaria. Con esas imágenes ella preparó el PowerPoint que cierra esta nota.
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