jueves, 19 de mayo de 2022

Pequeñas cosas

 Dibujos y sombras


Hace unas semanas escribí sobre unos libros y el recuerdo de Aldo Comotto https://javiernieva.blogspot.com/2022/02/comotto-libros-y-un-recuerdo.html; ese fue el punto de partida para intercambiar mensajes con un par de compañeros del exilio; los tres compartimos la amistad con Aldo y aquellos tiempos de militancia antidictatorial. En otro momento volveré sobre eso, ahora quería mencionar un tema que surgió en forma casual cuando uno de ellos mencionó las primeras lecturas juveniles:

“(…) Las infaltables revistas que nos acompañaron entonces…Rayo Rojo, Misterix, Pif Paf, Paturuzú, El Tony, Rico Tipo, sin olvidarnos de Hora Cero y Frontera que nos trajo entre otras, las tiras de Oesterheld y Pratt.Y ya en esos años una que al menos a mí me marcó mucho: El Eternauta con dibujos de Solano López.”

La mención de aquellas revistas me puso nostalgioso. Yo era poco más que un niño y tuve la posibilidad de ser un devorador de revistas de historietas porque el dueño del quiosco que estaba al lado de casa me permitía leerlas “de ojito”. En esa época Argentina tenía algunos de los mejores dibujantes del mundo: Hugo Pratt, Alberto Breccia, Arturo Pérez del Castillo, José Luis Salinas, y muchos más. Yo quería ser dibujante de historietas y alguien debió convencer a mi madre que me hiciera estudiar dibujo. Durante un tiempo fui a una academia de barrio que estaba en la calle Monroe a pocos metros de Crámer, el profesor era Samuel Téncer. Para mis padres eso tuvo que ser un esfuerzo económico muy grande, mi padre era un obrero de la carne que trabajaba en el Frigorífico Sirdar, mi madre contribuía a la economía familiar trabajando por horas como empleada doméstica. Cuando terminé la escuela primaria debí abandonar el dibujo para empezar a trabajar yo también. En ese sentido mi historia no fue muy distinta a la de muchos chicos de barrio a mediados de los ’50.

Lo cierto fue que en aquellos tiempos aprendí a diferenciar un buen dibujo de un mal dibujo, desarrollé un cierto gusto, nunca dejé de interesarme por las artes plásticas. Cuando mi economía personal mejoró y mis ingresos me permitieron comprar revistas y libros pude cultivar eso que llamamos cultura. Obviamente no visitaba grandes exposiciones ni galerías de arte, mi formación cultural andaba por suplementos literarios, colecciones de fascículos, librerías de la calle Corrientes y salas de cine como el Lorraine y Cine Arte. Todo eso habría merecido el comentario despectivo de alguna “señora gorda” (la expresión no es mía sino de Landrú).

Fui un lector voraz y un aficionado más o menos atento. En los tiempos en que empecé a poner mayor dedicación a las prácticas sociales tuve la suerte de compartir militancia con algunos compañeros que tenían una gran experiencia artística, en un mutuo intercambio fui entrenando el ojo para valorar una fotografía, una película, un afiche o una pintura. Mucho contribuyeron a mi formación los compañeros-maestros que se encargaban de la prensa en la agrupación sindical donde inicié mis pasos:

“Los encargados de prensa en la agrupación eran Juan Carlos Romero, un compañero de Redes Locales en la dirección de Ingeniería, y Guillermo Pérez Curtó, empleado en oficina Comercial. El primero era artista plástico y ya para entonces había ganado un primer premio en el Salón Buenos Aires, el segundo era un excelente fotógrafo: si es por artistas no nos podíamos quejar.” [1]

Sin darme cuenta, junto a ellos fui aprendiendo lo que era poesía visual, composición tipográfica, diseño gráfico. Todo ese bagaje reunido un poco azarosamente me fue de gran utilidad cuando años después incursioné en la creación de algunos libros.

Luces y sombras

En la academia de dibujo tenían los modelos de yeso clásicos: una Flor de lis, una Venus de Milo, una máscara sobre la pared. Vagamente recuerdo algunas lámparas apuntadas a esos modelos desde distintas posiciones, la sombra que proyectaban era parte de lo que teníamos que observar y reproducir. La máscara resultaba muy especial por todo lo que aprendimos viendo simplemente los juegos de luces y sombras; si era iluminada desde alguno de los costados la tengo en la memoria como una imagen convencional, pero si la luz le llegaba desde arriba el efecto era de dramatismo o pesar. En cambio cuando se iluminaba desde abajo la imagen era grotesca o aterradora.


La sombra es complementaria de la luz, casi diría que luz y sombra forman una pareja dialéctica.


Jugar con luces y sombras es algo que debo a aquel tiempo en que empecé a prestar atención a los objetos ubicados en la pared de la academia. Se encendía una u otra luz, sólo en casos muy especiales se iluminaba con más de una lámpara y nos encantaban los juegos de sombras que se superponían y entrecruzaban. El profesor o algún alumno destacado nos mostraron alguna vez sombras chinescas; poner las manos en determinadas posiciones servía para proyectar figuras fantásticas, agregando algún pequeño objeto se conseguían imágenes que nos deslumbraban.

Recordar aquellos juegos fue algo casual. Hace tiempo me puse a buscar en Internet la revista TXT, quería localizar una fotografía que apareciera publicada en el primer número. Era un objetivo desmesurado, obviamente inalcanzable. Pero la testarudez me llevó a agregar datos como si eso mejorara las posibilidades. Incluí el nombre del director de la publicación, Adolfo Castelo, y allí se cruzó una información que me devolvió a las sombras chinescas de mis primeros años.

El encuentro no fue culpa del buscador ni tampoco mía, “los caminos del Señor son inescrutables”. Yo puse el nombre de Castelo y el programa me devolvió una información que me llenó de regocijo. En algún momento Dolina y Castelo trabajaron juntos en esos programas que los trasnochadores escuchan con devoción en la madrugada; no recuerdo si fue en “Demasiado tarde para lágrimas” o en “Claves para bajarse de la cama”, pero habían creado un personaje, un mago oriental, que hacía sombras chinescas por radio. Esto puede parecer absurdo, a mí la ocurrencia me pareció genial, y todavía me pareció más ingeniosa la aclaración de que el Mago oriental tenía esa denominación por ser uruguayo y llamarse Washington Tacuarembó.