Escala en Río
Cuando se tomó la decisión de salir de Argentina Tito Paoletti dijo que viajaría a España, allí tenía conocidos que podrían darle una mano durante los primeros tiempos, nos propuso que hiciéramos lo mismo y así fue como nos planteamos llegar a Madrid.
Antes debíamos pasar por Río de Janeiro, teníamos que acercar algo de dinero a Sarita quien ya se había presentado al ACNUR y esperaba que le gestionaran un lugar de asilo. Sarita era la compañera de Esteban Andreani, él había sido secuestrado el 10 de abril y durante unas semanas se consiguió mantenerla a resguardo; después pudo salir del país y emprendió el viaje hasta Río.
Tito también pasaría por Río, pero se detendría el menor tiempo posible, lo necesario para sacar pasaje y volar a España. Aunque remota existía una posibilidad de que nos encontráramos, jocosamente dijo que nos esperaría en El Amarillinho para tomar un café. No nos encontramos allí sino en la “cita de recambio” al otro lado del Atlántico.
Con las escasas referencias que teníamos conseguimos ubicar a Sarita y entregarle el dinero, en medio de tanto desbande seguía existiendo algo parecido a la organización y la solidaridad. Nos comprometimos a un futuro encuentro cuando pudiéramos hacer pie en algún lugar del mundo. No le dijimos que estábamos tratando de llegar a Madrid, seguíamos manteniendo los reflejos y no hablamos más que de lo necesario. Cumplida la tarea empezamos a ocuparnos de lo nuestro, buscar la oficina de Varig para sacar pasajes.
Ni Olga ni yo sabíamos portugués, nunca habíamos estado en Brasil, pero suponíamos que en la zona de frontera nos podríamos hacer entender. Que consiguiéramos hacerlo más adelante fue realmente asombroso. De todos modos no teníamos opciones, debíamos viajar y viajamos. Además los brasileños nos facilitaron las cosas, cuando resultaba evidente que no conocíamos el idioma nos hablaron del modo más sencillo y comprensible. En la oficina de Varig nos atendió un empleado que hablaba perfectamente en español, por entonces mi oído funcionaba bastante bien y pude captar cierto acento conocido. Le pregunté si era chileno y me dijo que sí. Pero esa es una anécdota, lo importante fue poder comprar los pasajes y asegurarnos una buena información sobre el viaje que íbamos a realizar.
El vuelo salía de noche; llegamos al aeropuerto del Galeao con la debida anticipación y fuimos haciendo los trámites de rutina. Todo fue bien hasta que presentamos los pasaportes y, por separado, los formularios de la entrada al país. El funcionario dijo que en esas condiciones no podíamos viajar, que el ingreso debía estar registrado en el pasaporte para poder darnos la salida. Todo se desmoronaba porque ante nuestro reclamo el funcionario se fue poniendo inflexible; no sólo perderíamos el vuelo sino que tendríamos que ir a la embajada argentina para que nos gestionaran un visado.
La empleada de Varig que nos acompañaba con los trámites nos apartó del mostrador, nos indicó que nos quedáramos callados y que ella trataría de solucionar el problema. Estábamos jugados y ahora dependíamos de ella. No sé si fue seductora o convincente o ambas cosas. No sé si dijo que éramos unos nabos o unos despistados, lo cierto fue que volvió a dirigirse a nosotros para que presentáramos nuevamente los documentos. El funcionario nos hizo colocar los bultos de mano en una cinta, selló la hoja de entrada al país y nos dijo casi con tono sobrador: que tengan un buen viaje.
Apenas si pudimos decir gracias a la empleada que nos había devuelto el alma al cuerpo, después nos dirigimos hacia el avión. Los pasaportes estaban sin sellar, pero eso era algo que trataríamos de resolver en Madrid, por el momento seguíamos estando en carrera.
Una vez en el avión fue como si estuviéramos en un mundo aparte, todavía tardaríamos en salir pero ingenuamente nos creíamos a salvo de cualquier contingencia. No recuerdo que haya pasado por nuestra imaginación la posibilidad de que nos ordenaran desembarcar. Cuando levantamos vuelo fue la confirmación de un gran alivio, seguramente comimos algo y después dormimos un rato. El viaje fue de noche, por la diferencia horaria cuando llegamos a destino ya el sol estaba alto. Mientras nos acercábamos a Madrid llenamos papeles y preparamos documentos, pensamos en las posibles explicaciones para justificar la falta de sellado en el pasaporte. Nada de eso fue necesario, fuimos siguiendo a los demás pasajeros y alguien nos indicó que tuviéramos abierto el pasaporte en la hoja que debía ser sellada.
En Madrid
Era verano y los turistas llegaban por millares, el aeropuerto de Barajas parecía un gigantesco hormiguero; el empleado de aduana bajó el sello con una precisión de autómata y sin prestarnos ninguna atención. Ya afuera nos reímos como chicos comentando que si no teníamos abierto el documento lo habrían sellado en la tapa.
Nos dirigimos a un taxi y con la experiencia de la etapa anterior le indicamos al conductor que nos llevara a un hotel barato. Probablemente mencionamos algo sobre el Museo del Prado y el chofer debió entender que queríamos alojarnos en sus inmediaciones, terminó dejándonos en un apartamento para turistas frente a la Iglesia de Los Jerónimos. Esa es una de las zonas más lujosas y más caras de Madrid, cuando estuvimos allí ya no tuvimos alternativas.
Como imaginamos el lugar era carísimo, pero la preocupación más inmediata era averiguar dónde quedaba el Museo del Prado. En ese momento no nos movía ninguna afición artística, teníamos que ir allí porque habíamos acordado con Tito que cuando llegáramos nos encontraríamos frente al cuadro de Las Meninas. Él daba por seguro que esa obra de Velázquez estaba en exposición permanente. Y no se equivocó.
Ya hacía tiempo que iba diariamente al Prado, se rio parodiando al guardián que debía creerlo un fanático de la pintura o un ladrón de obras de arte. Caminamos hasta nuestro alojamiento de alta categoría, nos dijo que con ese tren de vida nos íbamos a gastar todos los recursos en menos de dos semanas. Estábamos contentos, habíamos vuelto a encontrarnos, otros compañeros llegarían y volveríamos a reorganizarnos.
Con su experiencia viajera nos indicó la conveniencia de buscar un Hostal que resultaría mucho más económico. Nosotros ya teníamos pensado el alquiler de un departamento pero la posibilidad de un hostal nos pareció un buen paso intermedio. Esa misma tarde salimos a buscar uno en las cercanías. No nos fijamos mucho en los detalles, cuando encontramos uno reservamos una habitación y regresamos al apartamento a buscar nuestro equipaje.
Debíamos ser la contracara de los turistas que deambulaban por Madrid, cargando nuestros bultos volvimos a nuestro nuevo alojamiento. Nos propusimos buscar departamento en cuanto nos levantáramos al día siguiente.
Era domingo, acostumbrados a Buenos Aires supusimos que encontraríamos todo abierto desde muy temprano. El quiosquero nos indicó el diario en que encontraríamos el mayor número de avisos, conseguimos una cafetería y allí nos pusimos a revisar los anuncios. No teníamos ni idea de cómo era la ciudad, pero no era la primera vez que debíamos salir adelante en situaciones complicadas y prácticamente sin conocer nada. Cuando las calles comenzaron a poblarse y nos pareció que ya era un horario razonable hicimos algunos llamados telefónicos. Finalmente encontramos un interlocutor que se mostró muy satisfecho con nuestra comunicación, hizo la esperable publicidad del departamento amoblado que ofrecía, nos indicó cómo llegar y hacia allí salimos.
Tomamos el Metro y viajamos hasta Ciudad Lineal, en esa época era la última estación de ese ramal, después caminamos unas cuadras por Avenida de Aragón y llegamos a destino. El propietario nos consideró los inquilinos que estaba esperando desde siempre, nosotros nos esforzamos por parecer los mejores viajeros que llegaban a la ciudad por un año. El departamento era pequeño pero cómodo, mentalmente calculábamos cuánto tiempo podríamos vivir con el dinero que teníamos. Lo principal era llegar al nacimiento de nuestro hijo, después ya veríamos.
Olga era capaz de hacer milagros con cada moneda, desde que nos casamos llevábamos una contabilidad rigurosa y no pensábamos salir de nuestras espartanas costumbres. La única gran inversión fue comprar una máquina de escribir portátil en el Rastro madrileño; iba a ser nuestra arma de combate contra la dictadura durante el exilio. Como Olga era una excelente dactilógrafa me enseñó a escribir a ciegas, después de mucho tiempo recuperé la posibilidad de volver a situarme frente al teclado de una máquina.
La búsqueda de asistencia médica fue una de nuestras primeras preocupaciones; durante todo su embarazo Olga sólo había tenido un control, afortunadamente no se había producido ninguna situación desagradable. Una médica ligada al exilio fue la primera en revisarla; la delicadeza no era una de sus virtudes, sin el más mínimo tacto preguntó si nuestra intención era quedarnos con el niño cuando naciera. A pesar de esa torpeza inicial terminó orientándonos para llegar al hospital público donde luego nacería nuestro hijo. La mayor parte de la colectividad latinoamericana con la que nos conectamos estaba compuesta por exiliados, pero también algunas personas solidarias acercaban su colaboración para ayudar a salir a flote en medio del naufragio: una mujer a quien sobraba un moisés o un cochecito de bebé, un médico pediatra que asistía sin cobrar o algunos compañeros que ayudaban a conseguir ropa.
Así llegamos a la madrugada del 10 de septiembre cuando se presentaron los síntomas del nacimiento inminente. Llamé por teléfono a Tito y éste estuvo en el departamento un rato después, ya Olga tenía preparado su bolso desde tiempo atrás. Tito llamó a otro compañero y le dijo con tono risueño: “Flaco, se armó la gorda, Olga está por parir”. Después nos acercó hasta el hospital y entre él y el Flaco se turnaron para acompañarnos hasta el atardecer cuando se produjo el nacimiento de Claudio Martín. A pesar de las circunstancias fue uno de los momentos más felices de la vida. Una enfermera me puso entre los brazos al pequeño, Olga era llevada a la habitación y alcanzó a decirme: “Tiene la cabeza llena de rulitos. ¡Es hermoso!”.
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