Arturo Illia había asumido la presidencia de la Nación en octubre de
1963, tras derrotar en las elecciones al jefe golpista de 1955, Pedro Eugenio
Aramburu. Aramburu no sólo participó del derrocamiento de Perón, sino que dos
meses después de aquel golpe estuvo a la cabeza de los que destituyeron al
general Eduardo Lonardi. Tras el gobierno (del también derrocado) Arturo
Frondizi y de José María Guido (quien sucedió a Frondizi y llamó a elecciones
anticipadas) Aramburu apareció como un firme candidato para reasumir el
gobierno por vía electoral. Tan probable parecía ese triunfo que la dirigencia
de la Unión Cívica Radical del Pueblo habría decidido preservar a su más
importante dirigente, Ricardo Balbín, postulando como candidato presidencial al
dirigente del radicalismo cordobés, Arturo Illia. Pero, contra todos los
pronósticos, Illia ganó las elecciones y llegó al gobierno con una gran suma de
debilidades.
Había triunfado con 2.441.000 votos, en unas elecciones en que el
peronismo estuvo proscrito, y en las que el voto en blanco ordenado por Perón
obtuvo el segundo lugar: 1.884.000 votos. Ya ese sólo hecho deslegitimaba
bastante su victoria. A eso se sumaba no disponer de la mayoría dentro de su
partido. Este no era un problema menor, porque era el conductor de una fuerza
propia devaluada. Obviamente no se podía asimilar esa situación a la de un
dirigente que asienta su poder en fuerzas mercenarias, pero no podía reclamar
demasiadas lealtades de quienes debían respaldarlo, porque ellos atendían a su
propio juego. Illia no sólo carecía de un sólido respaldo, sino que se
encontraba amenazado por dos fuerzas poderosas: las que habían acompañado a
Aramburu, por un lado, y las del peronismo, por el otro.
Después de la asunción de Illia como presidente, se había designado al
frente de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones a Javier López Zavaleta.
Era un personaje que trasmitía toda la imagen de un puntero de comité. Puede
ser que sus vicios no fueran tantos y que la imagen estuviera distorsionada por
la propaganda que se hacía en su contra desde el Sindicato, pero era cierto que
durante su gestión se repartieron favores y prebendas de una manera
escandalosa. No era un ejemplo de probidad republicana y, por si fuera poco, no
ocultaba en lo más mínimo su interés por llevar al sindicato una conducción de
filiación radical. El reparto de cargos y ascensos para ganar adhesiones se
efectuaba en forma impúdica. Como la generosidad bien entendida comienza por
casa, los primeros en ser favorecidos fueron los propios familiares de López
Zavaleta. Su esposa y sus hijos fueron incorporados a la empresa con cargos que
suponían un importante ingreso económico. Por cierto, el otorgamiento de cargos
de jerarquía tenía un límite, pero el abanico de favoritismos era bastante
amplio. Se concedían traslados y cambios de funciones, se justificaban
ausencias en forma generosa y se aceleraba el otorgamiento de línea telefónica
en una época en que había esperas de años para conseguir el servicio.
El edificio de Defensa 143 operaba como un gran comité, en el peor
sentido que tiene esa palabra dentro de la historia argentina. Allí se
constituyó el Círculo de Obreros y Empleados Telefónicos –COETRA- una suerte de
sindicato paralelo que manifestaba esa intención hasta en la similitud de sigla
con FOETRA. Con todo ese despilfarro de recursos se fue armando una agrupación
para competir por la conducción del sindicato. Pero el tipo de adherentes que
se incorporó por este procedimiento no se caracterizaba por su espíritu de
sacrificio ni por la solidez de sus principios. Sería injusto decir que la
totalidad de adherentes a la Lista Azul eran oportunistas, ventajeros y
arribistas. Seguramente había entre ellos personas que creían honestamente en
el discurso político que suscribían. Podían venir de una tradición radical y
creer que una conducción sindical de ese signo era lo mejor para los
trabajadores, pero la metodología clientelista contaminó todo el proyecto y lo
descalificó ante los ojos de los telefónicos. De todos modos, la Lista Azul
llegó a reunir una fuerza bastante importante. A su modo, ellos también
expresaban una forma de descontento con la conducción de Allan Díaz.
Este lugar es oportuno para hacer una pequeña consideración. Que la
figura de Díaz se encontraba muy cuestionada es innegable. Estaba siendo
sustituido en la propia agrupación que lo había llevado a la secretaría general
del sindicato y también era rechazado desde fuera de la Lista Marrón, porque en
aquellos comicios se presentaron siete listas de oposición. Sin embargo sería
bueno recordar que Díaz pertenecía a la camada de nuevos dirigentes peronistas,
que habían surgido en 1955 para reemplazar a la vieja guardia proscripta por la
autotitulada Revolución Libertadora. Desde esa posición adversa llegó a obtener
un cargo por la minoría cuando se normalizó el Sindicato a fines de 1956, y
cuatro años después alcanzó la secretaría general llevando como adjunto a
Carlos Gallo. Le tocó dirigir el gremio en un tiempo difícil, y no pudo, o no
supo, conservar el apoyo de los trabajadores telefónicos.
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