viernes, 21 de agosto de 2020

Los caníbales (4)

 Los caníbales hablan de los caníbales

“…De la carne, la humana es entre ellos alimento común. Esta es cosa verdaderamente cierta, pues se ha visto al padre comerse a los hijos y a las mujeres, y yo he conocido a un hombre, con el cual he hablado, del que se decía que había comido más de 300 cuerpos humanos, y aún estuve 27 días en una cierta ciudad, donde vi en las casas la carne humana salada y colgada de las vigas, como entre nosotros se usa colgar el tocino y la carne de cerdo.

Américo Vespucio; "Mundus Novus",

Carta a Lorenzo di Pier Francesco de Médici.


Innumerables antropólogos de las más variadas escuelas sostienen que ha existido la antropofagia en distintos pueblos del mundo y en diferentes períodos históricos. Se habla de múltiples formas de antropofagia: familiar, ritual, alimenticia, etc. También hay un grupo minoritario de especialistas que niega la existencia de pruebas concluyentes sobre esa práctica, no sólo en la América precolombina sino en otros lugares.

“William Arens, en su libro The Man-Eating Myth, levanta un debate polémico al concluir que la antropofagia nunca existió ni en el Nuevo Mundo ni en África. Para este antropólogo los registros sobre el canibalismo no son confiables, porque surgen de rumores, sospechas y acusaciones de terceros, siendo difundidos como reales por personas que nunca vieron directamente a alguien comer carne humana y que no hablaron la lengua de los captores. Arens cuestiona que, en las fuentes existentes, falta una base empírica adecuada y un sustento etnográfico”. (27)

El nuestro no es un trabajo sobre antropología, aquí nos limitamos a discutir sobre la construcción de un concepto, de una leyenda negra con la que se estigmatizó a toda la población de un continente para justificar su explotación y su exterminio. Hemos venido mostrando cómo se creó el término a partir de un malentendido, cómo se calificó de caníbal a toda una etnia, cómo se inició la captura y comercialización de esos seres humanos, cómo se los llevó a Europa para venderlos como “mercancía exótica”, cómo se los destinó al trabajo esclavo en los asentamientos coloniales, cómo se fueron inventando caníbales en cada nuevo territorio que se ocupaba. Si la descripción de Muñoz Camargo sobre la existencia de carnicerías en las que se exponía carne humana puede parecer fantasiosa, hay que recordar que también Américo Vespucio planteó algo parecido, aunque con una retórica más elegante.

Así como antes se habían descubierto cinocéfalos en distintos puntos del oriente misterioso y salvaje, en el Nuevo Mundo, no menos misterioso y salvaje para los exploradores europeos, se encontraban devoradores de gente en cada recodo del camino. Las carnicerías con restos humanos eran situadas por Muñoz Camargo en Centroamérica, mientras que las casas con carne humana colgando de las vigas a la que se refiere Vespucio son ubicadas en una imprecisa ciudad costera de lo que hoy llamamos Brasil.

Si bien el relato vespuciano es impactante (“se ha visto al padre comerse a los hijos y a las mujeres”, y, “yo he conocido a un hombre, con el cual he hablado, del que se decía que había comido más de 300 cuerpos humanos”), no hay indicios de que a él hubiesen querido agredirlo. Incluso durante su primer viaje, cuando realizaba tareas de exploración para la corona española, había confraternizado con presuntos caníbales: “platicamos con ellos. Y encontramos que eran de una generación que se dicen «caníbales», y que casi la mayor parte de esta generación, o todos, viven de carne humana (…) No se comen entre ellos, (…) van a traer presa de las islas o tierras comarcanas, de una generación enemiga de ellos y de otra generación que no es la suya”. Y agregaba: “tratamos con ellos, y nos llevaron a una población suya, que se hallaba obra de dos leguas tierra adentro, y nos dieron colación, y cualquier cosa que se les pedía, a la hora la daban, creo más por miedo que por buena voluntad. Y después de haber estado con ellos un día entero, volvimos a los navíos quedando amigos con ellos.” Eso sí, en las vísperas del regreso, Vespucio y sus hombres decidieron realizar una incursión contra los llamados caníbales, capturar alrededor de 250 de ellos y luego poner rumbo a España llevándolos como esclavos. No parece que fuera una actitud muy amistosa la de los viajeros europeos. (28)

Cabría preguntarse por qué hay que dar por buenos los testimonios de los conquistadores, qué los vuelve más confiables que las afirmaciones sobre la existencia de las brujas, los ogros, los vampiros y los cinocéfalos. Tengamos en cuenta que esas creencias hoy reputadas como supersticiosas eran contemporáneas al “descubrimiento” de los caníbales americanos. Entre los siglos XV y XVIII en Europa se produjeron ejecuciones de brujas por decenas de miles. De un extremo a otro del continente se había desatado una verdadera histeria contra la brujería, y de esa época data el Malleus Maleficarum, el tratado jurídico-eclesiástico para descubrir, juzgar y condenar a las brujas. (29)

La obra inquisitorial se correspondía con la bula papal Summis desiderantes affectibus, de Inocencio VIII, quien deseaba “que la fe católica crezca y florezca por todas partes especialmente en nuestros tiempos y que toda depravación herética se arroje lejos de las tierras de los fieles”. Apenas llegado al trono pontificio, Inocencio VIII intentó convencer a los monarcas europeos para organizar una cruzada contra los turcos, pero no encontró eco entre ellos. Su fanatismo oscurantista se dirigió entonces contra brujas y hechiceros, y la bula promulgada el 5 de diciembre de 1484 dejó sin efecto el Canon Episcopi del año 906, donde la Iglesia sostenía que creer en brujas era una herejía. El nuevo texto pontificio fue agregado a modo de prólogo en el Malleus Maleficarum, y un fragmento de ese documento resulta ilustrativo sobre el espíritu de la época.

“…Muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se abandonaron a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y otros execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles; más aun, a hombres Y mujeres, animales de carga, rebaños y animales de otras clases, viñedos, huertos, praderas, campos de pastoreo, trigo, cebada Y todo otro cereal…”

Esa era la convicción del padre de la iglesia católica, aunque no iba mejor la cosa por el lado de los protestantes. Como dijera Silvia Federici, la acusación de adorar al Demonio como un arma para atacar a enemigos políticos y vilipendiar a poblaciones enteras ya era una práctica común entre los europeos que se lanzaron a conquistar el mundo. Esa era la estructura de pensamiento que prevalecía entre los descubridores de caníbales en suelo americano. Aquí también hubo tribunales inquisitoriales buscando brujas y adoradores del demonio, torturando salvajemente a los sospechosos hasta obtener confesiones a la medida de la acusación. Esos mismos jueces eran los que dictaminaban si un indígena era caníbal o no, si debía ser quemado en la hoguera, esclavizado o sometido a servidumbre. Los especialistas que se apoyan en esos testimonios históricos tal vez debieran reflexionar sobre su validez, y someter esos argumentos a crítica.

Como ya hemos dicho en otra parte de este trabajo, el diario del primer viaje de Cristóbal Colón se perdió –quizá fue robado, quizá fue destruido; el saqueo y la destrucción son consustanciales a los invasores coloniales-, pero antes Fray Bartolomé de las Casas tuvo la posibilidad de hacer una copia del mismo. Eso es lo que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de “El diario de a bordo de Cristóbal Colón sobre el descubrimiento de América”. En algunas partes es una copia literal, en otros tramos es un comentario del texto original. Precisamente al glosar la anotación del 23 de noviembre, cuando Colón interpreta que los taínos le hablan de caníbales que devoran a sus prisioneros, dice el sacerdote: “Lo mismo creían de los cristianos y del Almirante al principio…” Luego los indígenas tendrían buenos motivos para pensar que los caníbales no eran los habitantes de las islas vecinas, sino los viajeros recién llegados en las carabelas.

La primera tierra a la que arribaron los españoles fue “la grande y felicísima isla Española”. Al caracterizar a los habitantes originarios dirá el padre Las Casas que se trataba de gente “sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas a sus señores naturales e a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas e quietas, sin rencillas ni bullicios”. (…) “no soberbias, no ambiciosas, no codiciosas”. Pero los españoles que llegaron “como lobos e tigres y leones cruelísimos” no hicieron otra cosa que “despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad”. Fue exterminada la población de la Española, de Cuba, de Sant Juan, de Jamaica, de todas las islas vecinas; “en las cuales había más de quinientas mil ánimas, no hay hoy una sola criatura. Todas las mataron trayéndolas e por traellas a la isla Española, después que veían que se les acababan los naturales Della”. De las islas pasaron a la gran tierra firme donde “somos ciertos que nuestros españoles por sus crueldades y nefandas obras han despoblado y asolado y que están hoy desiertas”. Las matanzas de todos quienes oponían resistencia, y el sometimiento a la esclavitud de los que sobrevivían “ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días”. (30)

Así describía Fray Bartolomé de las Casas el exterminio de la población del Nuevo Mundo, una historia mucho más coherente y creíble que la leyenda de los caníbales empeñados en una guerra sin fin con sus vecinos. Las crueldades atribuidas a los habitantes de América, sus costumbres sanguinarias, las matanzas realizadas por el puro placer de matar, complementadas luego con voraces festines donde la comida principal era el cuerpo del enemigo sacrificado, no parecen verosímiles. Pero si imagináramos que algunas de esas historias son ciertas, las mismas palidecen ante los hechos aberrantes perpetrados por los invasores coloniales. Seguramente los antropólogos e historiadores que sostienen la existencia de los antropófagos americanos tendrán buenos motivos en los que apoyar su creencia. Pero si sus fuentes son únicamente los relatos de los conquistadores, tendrían que plantearse que grado de credibilidad puede darse a un genocida que acuse de criminales a sus víctimas.

Es casi un ejercicio de sentido común preguntarse cómo podían existir tantos caníbales en todo el continente y no haberse exterminado recíprocamente. Porque si bien los conquistadores hablan de indios buenos que servían de involuntario alimento de los indios malos, también fabulan con imaginarios combates entre tribus caníbales, casi como si se tratara de justas deportivas. En algunos casos muy calificados antropólogos discurren sobre la falta de grandes animales en Centroamérica y, como consecuencia de ello, la necesidad que tenían los indígenas de recurrir a la antropofagia alimentaria. Hasta hacen cálculos sobre la cantidad de proteínas que conseguían por este medio, curiosa opción de comerse a un vecino para conseguir una dieta equilibrada. Con esa línea de razonamiento la solución del problema habría sido la llegada de los colonizadores, quienes se dedicaron a la metódica matanza de los habitantes originarios consiguiendo el necesario equilibrio ecológico.

En principio pareciera que los especialistas no se interrogarían sobre la verosimilitud del relato colonial, sino que darían por cierta la endemia canibalesca que se habría extendido de un extremo a otro del Nuevo Mundo. Si nuestra apreciación es correcta, para los científicos sociales la práctica antropófaga abarcaba tanto a los pueblos de menor desarrollo o a las civilizaciones más altas de América: caribes o guaraníes, aztecas o incas, todos habrían otorgado una gran importancia a ingerir carne humana. Aceptada esa lógica, viene a continuación la clasificación de los distintos tipos de canibalismo: las prácticas antropofágicas del Nuevo Mundo habrían oscilado entre el endocanibalismo (en el interior del grupo, en la misma tribu o familia) y el exocanibalismo (fuera de la comunidad); y para eso estaba la guerra, la captura de enemigos, los sacrificios.

Nuestro escepticismo respecto al generalizado canibalismo de los habitantes del continente, se funda en que esa práctica les fue adjudicada por los caníbales llegados desde Europa. A estos últimos les fue funcional la leyenda, les brindó un argumento inmejorable para justificar su incursión civilizadora. Pero entre los recién llegados no fueron pocas las voces que se alzaron para denunciar las atrocidades de los invasores, aunque recurramos fundamentalmente a la de Fray Bartolomé de las Casas. Sus denuncias llegaron hasta el corazón del imperio; al igual que en este lado del Atlántico, también allí eran mayoritarias las posiciones expoliadoras, chocaron ambas tendencias, y otro dominico, Juan Ginés de Sepúlveda, resumió el pensamiento colonialista en su Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios.

El libro fue escrito con la pretensión de demostrar la justicia de la guerra con que la corona española había sometido a los pobladores de las “tierras occidentales y australes”. La exposición fue desarrollada en forma de diálogo “siguiendo el método socrático que en muchos lugares imitaron San Jerónimo y San Agustín”. Dos personajes, Demócrates y Leopoldo, eran los encargados de presentar los argumentos sobre lo que definían como las justas causas de la guerra y el recto modo de hacerla. Nos detendremos con cierta extensión en ese texto, porque aunque su difusión parece haber sido más bien subterránea, su fondo teórico impregnó todo el pensamiento colonialista de la época.

“… Es justo y natural que los hombres prudentes, probos y humanos dominen sobre los que no lo son (…) Y siendo esto así, puedes comprender ¡oh Leopoldo! si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo é islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores á los españoles como los niños a los adultos y las mujeres á los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles á gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes á los continentes y templados, y estoy por decir que de monos á hombres”.

”… Compara ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión, con las que tienen esos hombrecillos en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad (…) Pues si tratamos de las virtudes, qué templanza ni qué mansedumbre vas á esperar de hombres que están entregados á todo género de intemperancia y de liviandades, y comían carne humana.” (31)

Este argumento, el presunto canibalismo de los pueblos americanos, es central en la prédica de Ginés de Sepúlveda para justificar no sólo la esclavización sino también el exterminio de los aborígenes a los que calificaba de bárbaros, incultos e inhumanos. Tal vez los habría combatido con igual rudeza por “su impía religión”, ya que los acusaba de ser adoradores del demonio y tributarle corazones humanos. Pero una y otra vez repite que “ellos mismos se alimentaban con las carnes de los hombres sacrificados”, y que esas maldades excedían de tal modo toda la perversidad humana, que los cristianos las contaban entre los más feroces y abominables crímenes. Ambas acusaciones, la de adorar al demonio y el canibalismo, eran el fundamento para perseguirlos, esclavizarlos y exterminarlos; y así lo afirmaba:

“Podemos creer, pues, que Dios ha dado grandes y clarísimos indicios respecto del exterminio de estos bárbaros. Y no faltan doctísimos teólogos que fundándose en que aquella sentencia dada ya contra los judíos prevaricadores, ya contra los Cannaneos y Amorreos y demás gentiles adoradores de los ídolos, es no sólo ley divina, sino natural…” (32)

Según el teólogo cordobés, no sólo era lícito someterlos a la dominación para llevarlos a “la salud espiritual” y a “la verdadera religión” por medio de la predicación evangélica, sino que se los podía castigar “con guerra todavía más severa”.

“... No es, pues, la sola infidelidad la causa de guerra justísima contra los bárbaros, sino sus nefandas liviandades, sus prodigiosos sacrificios de víctimas humanas, las extremas injurias que hacían a muchos inocentes, los horribles banquetes de cuerpos humanos, el culto impío de los ídolos. (…)Por muchas causas, pues, y muy graves, están obligados estos bárbaros á recibir el imperio de los españoles conforme á la ley de naturaleza, y á ellos he de serles todavía más provechoso que á los españoles, porque la virtud, la humanidad y la verdadera religión son más preciosas que el oro y que la plata. Y si rehusan nuestro imperio, podrían ser compelidos con las armas á aceptarle, y será esta guerra, como antes hemos declarado con autoridad de grandes filósofos y teólogos, justa por ley de naturaleza…” (33)

Por supuesto, esta no era la opinión de Fray Bartolomé de las Casas quien polemizó duramente con Ginés de Sepúlveda. No consideraba que los españoles hiciesen una justa guerra contra los aborígenes, sostenía que fueron todas “diabólicas e injustísimas”, peores que las de cualquier tirano del mundo. Y agregaba que la verdaderamente justa era la guerra sostenida por los indios contra los colonialistas españoles. Esta vehemente defensa de los pobladores originarios del continente americano estaría mostrando que los casos de antropofagia que se les atribuían (y que eran básicos para justificar su exterminio), de haber existido fueron muy acotados. Si tanto antropólogo e historiador que repite acríticamente el argumento se tomara el trabajo de chequear la fuente en que se apoya, tal vez la leyenda se desplomaría igual que las de brujas y cinocéfalos.

(Continuará)


Notas

(27) William Arens, The Man-Eating Myth. Anthropology & Anthropophagy, New York, Oxford University Press, 1980, pp. 21-22. Citado por Chicangana-Bayona, Yobenj Aucardo; “El nacimiento del Caníbal: un debate conceptual”, Op. cit.

(28) “Llegamos al puerto de Cádiz a 15 días de octubre de 1498, donde fuimos bien recibidos y vendimos nuestros esclavos.”

Vespucio, Américo; “Carta del 18 de Julio de 1500, dirigida desde Sevilla a Lorenzo di Pierfrancesco de Medici, en Florencia”, El Nuevo Mundo. Cartas relativas a sus viajes y descubrimientos, Estudio preliminar de Roberto Levillier, Editorial Nova, Buenos Aires, 1951, p.

(29) El Malleus Maleficarum (Martillo de las Brujas) puede ser considerado como un verdadero manual dedicado a la persecución de la brujería; con él se trataba de aportar argumentos teológicos y prácticos para demostrar que los poderes de las brujas eran mayores de lo que se creía. Fue escrito en Alemania entre 1486 y 1487 y tradicionalmente se ha atribuido la autoría a los frailes dominicos e inquisidores Jacob Sprenger y Heinrich Kramer. La obra está dividida en tres partes, y la tercera de ellas era una guía, pensada especialmente para los tribunales laicos, de cómo realizar un proceso judicial contra las brujas.

Así, los más delirantes relatos, conseguidos bajo tortura de los pobres infelices que habían tenido la desgracia de ser acusados, son asumidos como prueba irrefutable de sus tesis principales: a) nadie debe atreverse a negar la existencia y los poderes de las brujas, pues hacerlo es herejía; b) gracias a esos poderes ellas cometen la mayoría y los más graves crímenes y perjuicios contra la humanidad; c) por lo tanto deben ser dura e incansablemente perseguidas, por las autoridades civiles y eclesiásticas”. Cotejado el 31.7.2014 en:

https://sites.google.com/site/magisterhumanitatis/escritores-latinos/malleus-maleficarum

(30) Las casas, Fray Bartolomé; Brevísima relación..., Op. cit., pp. 37-40.

(31) Ginés de Sepúlveda, Juan. Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, con una Advertencia de Marcelino Menéndez y Pelayo y un Estudio por Manuel García Pelayo, 3ª reimpresión, México, FCE, 1996, pp. 97-105.

(32)Ginés de Sepúlveda, Juan. Tratado sobre las justas causas de la guerra…, Op. cit., p. 115.

(33)Ginés de Sepúlveda, Juan. Tratado sobre las justas causas de la guerra…, Op. cit., pp. 133-135.

 

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