Resumen
Las ideas, los conceptos y las categorías no nacen de la nada ni en el vacío histórico. El término Caníbal tiene una fecha muy precisa de nacimiento: el 23 de noviembre de 1492. Surgido de equívocos, supersticiones y prejuicios de los primeros europeos llegados a América, el caníbal se convirtió en la excusa perfecta para demonizar a toda la población del continente. Los recién llegados contaban con la fuerza material, militar y tecnológica para avanzar con la conquista, y a ello sumaron la fuerza ideológica, uno de cuyos componentes fue la denigración del nativo americano.
Este trabajo pretende recorrer un largo camino que arranca mucho antes de que los europeos se lanzaran a la Mar Océana intentando llegar a la India. Los navegantes traían algo más que mitos y supersticiones con los que armaron su imagen del caníbal, traían su propia experiencia en la materia. Hicieron un horroroso perfeccionamiento de la antropofagia, y no sólo canibalizaron América, sino que proyectaron su voracidad sobre África, además de haber instalado una leyenda que perdura hasta nuestros días.
Introducción
El hallazgo de América por parte de los europeos fue una verdadera revolución desde el punto de vista geográfico, económico y político. Para ellos el mundo creció hasta convertirse en esa imponente esfera entrevista por los pensadores más lúcidos de la antigüedad, hasta alcanzar las dimensiones estimadas por Eratóstenes de Cirene 17 siglos antes. Un nuevo continente repleto de riquezas se abrió a la codicia de aventureros y conquistadores, inmensos territorios de belleza paradisíaca fueron descriptos por exploradores y viajeros, y los nuevos estados surgidos de las entrañas del feudalismo se lanzaron en forma frenética a la conquista de colonias y la formación de imperios de alcance mundial.
A partir de 1492 todo empezó a ser distinto en el mundo. Durante el siglo XV se había estado incubando un nuevo sistema social en el viejo continente, la imprenta había abierto nuevas posibilidades de expansión a la cultura y el conocimiento, y ese mismo año las tropas castellanas y aragonesas habían derrotado a los árabes en la Península Ibérica. Los pensadores –los buenos pensadores- fantaseaban con territorios lejanos en los que sus habitantes vivían en comunión con la naturaleza: eran los utopistas. Ellos se referirían a los aborígenes americanos como seres que parecían vivir de un modo semejante al que imaginaban en los “buenos salvajes” de los albores de la humanidad.
La noticia sobre los fabulosos yacimientos de oro y plata existentes en el nuevo continente movilizó a miles de expedicionarios. Llegaban con sus sueños y fantasías, con su historia y su cultura, con su religión y con sus armas. Y como era de imaginar, también traían consigo sus prejuicios, sus supersticiones, su codicia y sus caníbales.
Hambrientos de riquezas se lanzaron sobre los nuevos territorios y diezmaron una población aborigen calculada en más de 60 millones de personas. Un siglo después del arribo de los conquistadores sólo quedaban unos 3 millones de indígenas. El genocidio, medido en términos absolutos o relativos, fue el mayor de toda la historia de la humanidad. La voracidad de los recién llegados no tenía límites: para saquear los recursos del nuevo mundo necesitaban mano de obra esclava, por eso a medida que fueron terminando con la que existía en América organizaron la caza de negros en África. 10, 15, 20 millones de africanos fueron arrancados de su lugar de nacimiento para reemplazar a los habitantes que habían sido exterminados en este continente.
Era la antropofagia en su expresión más alta: se tragaba a decenas de millones de seres humanos de uno y otro lado del Atlántico, se tragaba su historia, su cultura, sus territorios, las riquezas que ellos habían producido o con las que habían convivido. Devoradores insaciables, se comían no sólo a los cuerpos de sus víctimas. Los caníbales sin embargo no se reconocían a si mismos como caníbales. Por el contrario, aunque el canibalismo venía con ellos desde el fondo de su propia historia, pusieron en los habitantes de América ese estigma, luego lo hicieron extensivo a los africanos que ellos mismos devoraban, y posteriormente atribuyeron la antropofagia a los naturales de otros territorios que querían ocupar. Todo otro destinado al sometimiento y la explotación fue demonizado y estigmatizado. De todo esto hablaremos en las próximas páginas.
Los caníbales de Maarat (1)
“Pisa ligero.
No creo que la superficie de la Tierra esté hecha sino de restos de cuerpos”
Abul-Ala al-Maari
Cuatro siglos antes de que los europeos llegaran al nuevo mundo para sembrarlo de imaginarios caníbales, otros europeos iban a avanzar en santa cruzada por Medio Oriente mostrando que la antropofagia no era pura fantasía.
Los habitantes de la ciudad siria de Maarat vivían apaciblemente hasta que llegaron los cruzados; disfrutaban de la modesta prosperidad que les proporcionaban sus viñedos, sus olivares y sus campos de higueras. Maarat era la patria del poeta ciego Abul-Ala al-Maari, quien había sido un libre pensador, capaz de afirmaciones tan osadas como la de clasificar a los habitantes de la tierra en dos categorías: los que tienen cerebro pero no religión, y los que tienen religión pero no cerebro. Ya hacía cuatro décadas que había fallecido, cuando a fines de noviembre de 1098 llegaron los cristianos al mando de Bohemundo y pusieron cerco a su ciudad natal. Maarat sólo disponía de una pequeña milicia urbana a la que se sumaron algunos centenares de jóvenes sin ninguna experiencia combativa. Durante dos semanas opusieron una desesperada resistencia a los ataques de los francos, pero finalmente la defensa fue quebrada, los invasores superaron las murallas y después pasaron a cuchillo a toda la población. Fue una carnicería horrorosa, pero todavía faltaba algo más.
Los rubios guerreros llegados desde occidente destrozaron los cuerpos de sus víctimas, los asaron y luego los devoraron. Una acción tan bestial perduraría en la memoria de los pueblos de Medio Oriente durante los próximos siglos, cronistas y poetas repetirían la historia, para que nadie olvidara que los caballeros de la cruz y la espada eran antropófagos. Pero el recuerdo de aquella crueldad aberrante no sería consignado únicamente por las víctimas del crimen, también los cronistas que acompañaban a las fuerzas invasoras darían fe de aquellos hechos. Raúl de Caen escribiría: “En Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados”. Y Alberto de Aquisgrán, quien participó en aquellos sucesos, comentó: “¡A los nuestros no les repugnaba comerse no sólo a los turcos y a los sarracenos que habían matado sino tampoco a los perros!”
Había algo de dionisíaco en esas escenas horrorosas, pero la imagen de la deidad pagana había sido sustituida por la del Crucificado, tras ella venían los sacerdotes entre los que se contaban sinceros trabajadores por la salvación de las almas, astutos predicadores que acomodaban su discurso a las disposiciones papales, y fanáticos religiosos dispuestos al martirio propio y, sobre todo, a la inmolación ajena. A continuación vendría un ejército formado por aventureros enfundados en armaduras, campesinos convencidos por las arengas de los predicadores, bandas de desarrapados atraídos por las perspectivas de pillaje. Esa extraña fuerza armada sembraría el terror a su paso y se encargaría de cazar a las víctimas que serían inmoladas en el festín orgiástico. La columna invasora traía una peligrosa borrachera, la provocada por varios días de continuas matanzas, perdido ya todo límite de cordura. Como en el antiguo ritual el cuerpo del dios iba a ser sustituido por el de las víctimas propiciatorias que serían sacrificadas, destrozadas y devoradas
En las semanas siguientes los cruzados seguirían cometiendo atrocidades en los alrededores de la ciudad mártir de Maarat. Hordas de francos fanatizados hasta la bestialidad recorrerían el campo gritando que querían comer carne de sarracenos; y en la noche se los vería junto a las hogueras devorando a sus presas. Amin Maalouf, al referir la historia de las cruzadas desde el lado musulmán, pone mucho cuidado en contrastar la información con la versión dada por los invasores occidentales:
“Los relatos que se refieren a los actos de canibalismo cometidos por los ejércitos francos en Maarat en 1098 son numerosos —y concuerdan— entre los cronistas francos de la época. Hasta el siglo XIX, aún aparecen con todo detalle en los escritos de historiadores europeos. Tal es, por ejemplo, el caso de la Histoire des croisades, de Michaud, publicada en 1817-1822. Véase tomo I, páginas 357 y 577, y Bibliographie des croisades, páginas 48, 76, 183, 248”. (2)
Pero al llegar al siglo XX la información desaparece o se minimiza. En A History of Crusades, de Stephen Runciman, sólo hay una alusión: “reinaba el hambre... el canibalismo parecía la única solución” (3). Así, en apenas una línea, se esfuma de la historia todo el horror sufrido por la ciudad mártir. Los civilizados caníbales son exculpados de sus crímenes, y como en un espejo que devuelve la imagen invertida, los victimarios se vuelven inocentes y las víctimas serán culpabilizadas. Los recuerdos se hacen maleables en manos de estos cómplices que a un milenio de distancia adecuarán el relato y su interpretación al gusto de los poderosos. La historia escrita por los que ganan oculta la otra historia, la verdadera historia.
Los mismos fanáticos que se habían lanzado sobre los pueblos de Medio Oriente sembrando la destrucción y la muerte, atribuirán a otros crímenes tan aberrantes como los cometidos por ellos. Y cuando decimos “los mismos” no lo decimos en sentido individual o generacional, sino como sociedad o como sistema, porque serán europeos que se reconozcan en la historia de las cruzadas y que se consideren sus herederos, los que acusarán a otros de cometer crímenes horrorosos y canibalismo. Lo harán con presuntos hechiceros e imaginarias brujas, a quienes atribuirán pactos con el diablo, pecados de demoniolatría, conjuras maléficas y la reunión en aquelarres donde devorarían a niños secuestrados y asesinados.
La prescripción bíblica para eliminar a las hechiceras fue tomada literalmente (4), y a lo largo de siglos los nuevos cruzados se dedicaron a quemar en hogueras y a cocer en calderos a herejes, hechiceros y brujas. Cátaros, albigenses y valdenses padecieron los rigores de Fernando III, el monarca castellano, quien no ahorró penalidades a los herejes. “Él mismo, con su propia mano, les arrimaba la leña y les pegaba fuego” (…) “Los Anales Toledanos refieren que en 1233 San Fernando enforcó muchos homes e coció muchos en calderas”. (5)
La acusación de adorar al diablo y organizar banquetes canibalescos no se dirigiría sólo contra los herejes, también abarcaría a brujas y judíos. En otros momentos gitanos y musulmanes cargarían con el estigma, a ellos seguirían los pobladores del nuevo mundo, los africanos y, en definitiva, todos los destinados a la explotación y el exterminio. Al respecto es ilustrativo este pasaje de Silvia Federici:
“Cuando Colón navegó hacia la “India”, la caza de brujas aún no constituía un fenómeno de masas en Europa. La acusación, no obstante, de adorar al Demonio como un arma para atacar a enemigos políticos y vilipendiar a poblaciones enteras (tales como los musulmanes y los judíos) ya era una práctica común entre las élites. Más aún, como escribe Seymour Philips, una “sociedad persecutoria” se había desarrollado dentro de la Europa Medieval, alimentada por el militarismo y la intolerancia cristiana, que miraba al “Otro”, principalmente como un objeto de agresión”. (6)
Esa era la sociedad que a fines del siglo XV se lanzó a la conquista del mundo. La diferencia entre religión y superstición era muy tenue, la creencia en un Dios todopoderoso, poseedor de toda la perfección y toda la bondad no excluía la creencia en otros espíritus sobrenaturales ni en seres malignos y monstruosos capaces de causar daños físicos o de arrastrar a la perdición de las almas. Se creía en la existencia de Dios, y de su enemigo, el Diablo, pero también de hechiceros, brujas y ogros. Todo lo extraño y distinto podía ser portador del mal, había un enemigo potencial en cualquier creencia que no fuera la propia. Los europeos tenían tras de sí varios siglos de guerras religiosas, persecuciones sectarias e invenciones de fantasías para autojustificarse por sus crímenes aberrantes. Los cristianos habían batallado contra los musulmanes, en el mismo momento en que se lanzaban a la conquista del mundo iniciaban una horrorosa limpieza étnica en la Península Ibérica. Pero antes, ese cristianismo triunfante, había combatido contra otros cristianos que discrepaban, y las persecuciones y matanzas de los adversarios internos habían sido el preludio de las que después practicarían en el Nuevo Mundo.
El odio sectario se prolongaba más allá de la muerte del enemigo, no sólo se invocaba la condenación eterna de su alma, sino que el propio cadáver era objeto de ensañamiento y venganza. Cuando los cruzados devoraban a sus víctimas en Maarat no lo hacían para saciar el hambre, el festín canibalesco buscaba prolongar la crueldad contra el vencido. Y si en ese caso podía tratarse de un exceso, de un momento de desahogo por el rencor acumulado contra quienes habían osado resistirse, hay otro ejemplo que ilustra mucho más crudamente la práctica vejatoria de los cadáveres.
Nueve meses después de su muerte el cuerpo del Papa Formoso fue exhumado por su sucesor, Esteban VI, para someterlo a juicio en el llamado Concilio cadavérico. El cuerpo sufrió allí una mutilación parcial, la de los tres dedos con que impartía las bendiciones. En los años siguientes Formoso sería rehabilitado y nuevamente condenado por otros ocupantes del trono pontificio, y sus restos continuarían siendo ultrajados por sus enemigos. Con esa historia, con esas costumbres, con sus ambiciones y su afán de rapiña llegarían los blancos, los cristianos, los europeos, los caníbales a nuestro continente.
(Continuará)
Notas
(1) Este título peca de cierto anacronismo, porque el término caníbal no existía a fines del siglo XI, pero siempre hablamos del pasado desde nuestro presente, y éste está nutrido con palabras, conceptos y categorías que no siempre existían en el momento de los acontecimientos que evocamos. Podríamos haber dicho “Los antropófagos de Maarat”, y, en ese caso, la imagen habría sido incompleta, porque cualquier carroñero podría ser antropófago, y a lo que queremos referirnos es a hombres devoradores de otros hombres, a seres humanos comiendo a otros seres humanos, ya sea por necesidad, por odio o como un homenaje familiar o religioso. En nuestro caso lo que hemos hecho es recuperar el título del tercer capítulo del libro de Amin Maalouf, Las Cruzadas vistas por los árabes, donde se reseñan los acontecimientos que aquí comentamos.
(2) Maalouf, Amin; Las Cruzadas vistas por los árabes, Alianza Editorial, Madrid, 1989, nota al capítulo 3.
(3) Runciman, Stephen; A History of Crusades, tomo I, p. 261, Cambridge University, 1951-1954; citado por Amin Maalouf en la nota al capítulo 3, op. Cit.
(4)"A la hechicera no la dejarás que viva" (Éxodo 22:18).
(5) Menéndez Pelayo, Marcelino; “Historia de los cátaros, los albigenses y los valdenses”; cotejado el 31.7.2014 en:
http://www.thecult.es/Cronicas/historia-de-los-cataros-los-albigenses-y-los-valdenses.html
(6) Federici, Silvia; Calibán y la bruja, traducción de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza, Tinta Limón, Buenos Aires, 2010, p. 326.
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