sábado, 22 de noviembre de 2014

Debate en la nueva etapa



AVANZADA en el comienzo (XIV)
Debate en la nueva etapa

Nos reunimos inmediatamente después de las elecciones, y aunque la asistencia fue menos numerosa que en los encuentros previos, no hubo una estampida de compañeros. Nos reorganizamos para la nueva etapa, Ricardo fue confirmado como Secretario General de la agrupación y José Baddouh fue designado como Secretario de Organización. Juan Carlos Romero siguió a cargo de Prensa y Florencio Fernández pasó a hacerse cargo de finanzas. A mí me fue asignada la tarea de Asuntos Profesionales que, traducido a un lenguaje más sencillo, era asesorar a los compañeros en temas de convenio colectivo, regímenes de faltas, licencias y otros similares. No recuerdo cómo se distribuyeron las responsabilidades zonales, pero sí recuerdo que la primera decisión fue la de prepararnos para las elecciones de delegados, que tendrían que realizarse en todos los edificios una vez que asumiera la nueva conducción del sindicato. Ahora había que mostrar en otro tipo de tarea que no éramos sólo una lista para las elecciones, sino que éramos una agrupación para el trabajo cotidiano por los intereses de los trabajadores telefónicos. En algún momento comentaré un episodio personal, pero ahora vamos a algo importante que ocurrió en esos días.
Fue a fines de abril de 1965 cuando se produjo la invasión norteamericana a la República Dominicana. Los antecedentes de ese episodio había que buscarlos tres años atrás, cuando se realizaron en ese país las primeras elecciones libres tras cuatro décadas y media de ocupación extranjera y dictadura. En 1916 el presidente Woodrow Wilson había dispuesto la primera intervención militar, y los norteamericanos se quedaron en el país hasta dejar al frente del gobierno al general Rafael Leónidas Trujillo. En las elecciones realizadas tras la muerte del dictador, resultó triunfador Juan Bosch, quien promulgó la Constitución que, entre otras cosas, establecía la libertad    religiosa y de expresión, la libertad política, el derecho a  la vivienda, la igualdad entre hijos    naturales y los nacidos bajo  matrimonio, así como el retorno de  los   disidentes  políticos y        exiliados durante el régimen trujillista. Prohibía, además, los monopolios y el latifundio.
Pero Bosch sólo alcanzó a estar unos pocos meses en el gobierno, porque el 24 de septiembre de 1964 fue derrocado por un golpe militar que lo acusaba de ser un agente castro comunista. Los golpistas instalaron un gobierno títere contra el que se inició un levantamiento guerrillero. La brutalidad represiva provocó fisuras en el triunvirato gobernante, la renuncia de su presidente, su sustitución por otro personero, y una inestabilidad creciente.
El 24 de abril de 1965 se levantó una parte del ejército comandado por el coronel Francisco Caamaño. Los Constitucionalistas que buscaban reponer en el cargo a Juan Bosch consiguieron un importante apoyo popular, hicieron tambalear al gobierno ilegítimo, y se dice que los militares que lo habían impuesto terminaron solicitando la intervención yanqui para hacer frente a los rebeldes. El 28 de abril los primeros contingentes de marines desembarcaron en Santo Domingo.
Al día siguiente de la invasión, Estados Unidos reclamó a la OEA que convocara una reunión de cancilleres para informar sobre el hecho consumado y para conseguir la complicidad continental mediante la formación de una Fuerza Interamericana de Paz. La delegación argentina votó aprobatoriamente esa solicitud. El canciller Zavala Ortiz justificaba el eventual envío de tropas argentinas para la FIP, señalando:
 “Si se dejan solos a los Estados Unidos en Santo Domingo quedan solos tanto para hacer el bien y llevarse la gloria, como para hacer el no bien, y en este último caso las responsabilidades no serán para ellos solamente, sino, sobre todo, para nosotros, que no supimos actuar con diligencia y solidaridad. Si tanto se habla de la dignidad nacional, si tanto se la declama para criticar la actitud unilateral de los Estados Unidos, movilicemos esa dignidad nacional para que no siempre aparezcan los Estados Unidos como el único país que hace algo por otros o, cuando menos, que impiden la expansión de la guerra revolucionaria en el mundo.”
 Semejante muestra de cipayismo resultaba indignante, y algunos compañeros plantearon que AVANZADA debía fijar una posición frente a esos hechos. Todos los presentes estuvimos de acuerdo, se redactó un artículo crítico y se lo publicó en el boletín. Pero hubo un par de compañeros que se sintieron molestos por la declaración. Uno de ellos fue Rodolfo Duhart, un delegado de Lomas de Zamora, que formaba parte de la agrupación y que tenía simpatías por el gobierno de Illia. Él no había estado presente el día en que se discutió el artículo y vino a una reunión posterior a manifestar su malestar.
Siempre recordaríamos aquel encuentro como un ejemplo de discusión democrática entre nosotros. Duhart no defendía a los yanquis por su invasión a Santo Domingo, pero se sentía dolorido por la crítica al gobierno de Illia. En el fondo lo que discutíamos era la conveniencia o no de que una agrupación sindical se manifestase políticamente y cuál era el límite de esa participación en política. Fue Ricardo quien puso la discusión en ese terreno y todos intervinimos en el debate.
Recuerdo la prédica con que en esa época se martilleaba todo el día, todos los días: “El sindicato representa a todos los trabajadores de una determinada especialidad laboral y, por lo tanto, debe respetar la diversidad de opiniones y tendencias de sus afiliados y ajustar su nivel de declaraciones a esa representación plural”.
La exigencia de entonces era (y sigue siéndolo hoy), que los sindicatos limiten su reclamo a cuestiones exclusivamente laborales y que no incursionen en áreas que le estarían presuntamente vedadas. En el fondo lo que se dice es que los trabajadores están sólo para trabajar, que los sindicatos deben limitarse a la negociación salarial, y que para hacer política están los que saben: los dueños del poder económico y los partidos. Es un planteo elitista, porque la limitación no alcanza a las grandes corporaciones, a los monopolios informativos, a las cámaras empresariales, a las asociaciones ruralistas. Si se rasca un poco la costra presuntamente principista se descubre el núcleo despectivo y discriminador. Por debajo de la cáscara argumental lo que se dice es que los asalariados son simples máquinas de producir, que la actividad política es para otra calidad de gente. Pero también es cierto que la prédica antipolítica ha calado profundamente en la conciencia de los trabajadores y que no será removida con actitudes voluntaristas.
En una nota anterior comenté los múltiples tironeos partidarios a que nos veíamos sometidos. Fue así en el momento en que nos estábamos consolidando como agrupación, siguió siendo así tras nuestro buen desempeño electoral, continuó en los años siguientes cuando muchos revoloteaban alrededor nuestro para que nos definiéramos. Nuestra experiencia concreta nos indicaba que había un declarado rechazo por parte de los compañeros a los embanderamientos políticos. No querían que el sindicato se identificara con un partido y, en los casos más extremos, eran decididos sostenedores del apoliticismo.
Ricardo y otros compañeros con los que me fui identificando sostenían que no eran lo mismo un partido, un sindicato o una agrupación gremial. Cada una de esas instancias tenía sus particularidades, y aunque la agrupación pudiera ser equiparada a un nucleamiento para disputar la conducción política del sindicato, eso no la convertía en el símil de un partido.
Como todo esto es muy flexible y cambiante a lo largo de la historia no se puede dar una receta a priori respecto de hasta dónde debe llegar cada uno (partido, sindicato y agrupación) en su nivel de definición. Hacer algo así sería dogmático y mecanicista, ya que ante cada situación concreta las respuestas pueden ser múltiples. En general, nosotros tendimos a movernos siempre con mucha cautela, procuramos dar un perfil muy pluralista a la agrupación. Nos negamos a identificarla con cualquier partido o movimiento político y, al mismo tiempo, rechazamos el apoliticismo.
Todas estas cosas discutimos aquella noche, aunque seguramente no lo hicimos con el nivel de precisión que fue decantándose con los años, pero en aquel momento se refirmaron las bases sobre las que ya veníamos trabajando. Duhart siempre mereció toda nuestra consideración y respeto, no sólo por haber planteado su diferencia con franqueza, sino por haberla discutido con toda lealtad y por haber aceptado el resultado del debate aunque tal vez no quedara convencido de las conclusiones.

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