AVANZADA en el comienzo (XIV)
Debate en la
nueva etapa
Nos reunimos
inmediatamente después de las elecciones, y aunque la asistencia fue menos
numerosa que en los encuentros previos, no hubo una estampida de compañeros.
Nos reorganizamos para la nueva etapa, Ricardo fue confirmado como Secretario
General de la agrupación y José Baddouh fue designado como Secretario de
Organización. Juan Carlos Romero siguió a cargo de Prensa y Florencio Fernández
pasó a hacerse cargo de finanzas. A mí me fue asignada la tarea de Asuntos
Profesionales que, traducido a un lenguaje más sencillo, era asesorar a los
compañeros en temas de convenio colectivo, regímenes de faltas, licencias y
otros similares. No recuerdo cómo se distribuyeron las responsabilidades
zonales, pero sí recuerdo que la primera decisión fue la de prepararnos para
las elecciones de delegados, que tendrían que realizarse en todos los edificios
una vez que asumiera la nueva conducción del sindicato. Ahora había que mostrar
en otro tipo de tarea que no éramos sólo una lista para las elecciones, sino
que éramos una agrupación para el trabajo cotidiano por los intereses de los
trabajadores telefónicos. En algún momento comentaré un episodio personal, pero
ahora vamos a algo importante que ocurrió en esos días.
Fue a fines
de abril de 1965 cuando se produjo la invasión norteamericana a la República Dominicana.
Los antecedentes de ese episodio había que buscarlos tres años atrás, cuando se
realizaron en ese país las primeras elecciones libres tras cuatro décadas y
media de ocupación extranjera y dictadura. En 1916 el presidente Woodrow Wilson
había dispuesto la primera intervención militar, y los norteamericanos se
quedaron en el país hasta dejar al frente del gobierno al general Rafael
Leónidas Trujillo. En las elecciones realizadas tras la muerte del dictador,
resultó triunfador Juan Bosch, quien promulgó la Constitución que,
entre otras cosas, establecía la libertad
religiosa y de expresión, la libertad política, el derecho a la vivienda, la igualdad entre hijos naturales y los nacidos bajo matrimonio, así como el retorno de los
disidentes políticos y exiliados durante el régimen
trujillista. Prohibía, además, los monopolios y el latifundio.
Pero Bosch
sólo alcanzó a estar unos pocos meses en el gobierno, porque el 24 de
septiembre de 1964 fue derrocado por un golpe militar que lo acusaba de ser un
agente castro comunista. Los golpistas instalaron un gobierno títere contra el
que se inició un levantamiento guerrillero. La brutalidad represiva provocó
fisuras en el triunvirato gobernante, la renuncia de su presidente, su
sustitución por otro personero, y una inestabilidad creciente.
El 24 de
abril de 1965 se levantó una parte del ejército comandado por el coronel
Francisco Caamaño. Los Constitucionalistas que buscaban reponer en el cargo a
Juan Bosch consiguieron un importante apoyo popular, hicieron tambalear al
gobierno ilegítimo, y se dice que los militares que lo habían impuesto
terminaron solicitando la intervención yanqui para hacer frente a los rebeldes.
El 28 de abril los primeros contingentes de marines desembarcaron en Santo
Domingo.
Al día
siguiente de la invasión, Estados Unidos reclamó a la OEA que convocara una reunión
de cancilleres para informar sobre el hecho consumado y para conseguir la
complicidad continental mediante la formación de una Fuerza Interamericana de
Paz. La delegación argentina votó aprobatoriamente esa solicitud. El canciller
Zavala Ortiz justificaba el eventual envío de tropas argentinas para la FIP, señalando:
“Si se dejan solos a los Estados Unidos en Santo Domingo quedan solos tanto para hacer el bien y llevarse la gloria, como para hacer el no bien, y en este último caso las responsabilidades no serán para ellos solamente, sino, sobre todo, para nosotros, que no supimos actuar con diligencia y solidaridad. Si tanto se habla de la dignidad nacional, si tanto se la declama para criticar la actitud unilateral de los Estados Unidos, movilicemos esa dignidad nacional para que no siempre aparezcan los Estados Unidos como el único país que hace algo por otros o, cuando menos, que impiden la expansión de la guerra revolucionaria en el mundo.”
Semejante
muestra de cipayismo resultaba indignante, y algunos compañeros plantearon que
AVANZADA debía fijar una posición frente a esos hechos. Todos los presentes
estuvimos de acuerdo, se redactó un artículo crítico y se lo publicó en el
boletín. Pero hubo un par de compañeros que se sintieron molestos por la
declaración. Uno de ellos fue Rodolfo Duhart, un delegado de Lomas de Zamora,
que formaba parte de la agrupación y que tenía simpatías por el gobierno de
Illia. Él no había estado presente el día en que se discutió el artículo y vino
a una reunión posterior a manifestar su malestar.
Siempre
recordaríamos aquel encuentro como un ejemplo de discusión democrática entre
nosotros. Duhart no defendía a los yanquis por su invasión a Santo Domingo,
pero se sentía dolorido por la crítica al gobierno de Illia. En el fondo lo que
discutíamos era la conveniencia o no de que una agrupación sindical se
manifestase políticamente y cuál era el límite de esa participación en
política. Fue Ricardo quien puso la discusión en ese terreno y todos intervinimos
en el debate.
Recuerdo la
prédica con que en esa época se martilleaba todo el día, todos los días: “El
sindicato representa a todos los trabajadores de una determinada especialidad
laboral y, por lo tanto, debe respetar la diversidad de opiniones y tendencias
de sus afiliados y ajustar su nivel de declaraciones a esa representación
plural”.
La exigencia de
entonces era (y sigue siéndolo hoy), que los sindicatos limiten su reclamo a
cuestiones exclusivamente laborales y que no incursionen en áreas que le
estarían presuntamente vedadas. En el fondo lo que se dice es que los
trabajadores están sólo para trabajar, que los sindicatos deben limitarse a la negociación
salarial, y que para hacer política están los que saben: los dueños del poder
económico y los partidos. Es un planteo elitista, porque la limitación no
alcanza a las grandes corporaciones, a los monopolios informativos, a las
cámaras empresariales, a las asociaciones ruralistas. Si se rasca un poco la
costra presuntamente principista se descubre el núcleo despectivo y
discriminador. Por debajo de la cáscara argumental lo que se dice es que los asalariados
son simples máquinas de producir, que la actividad política es para otra
calidad de gente. Pero también es cierto que la prédica antipolítica ha calado
profundamente en la conciencia de los trabajadores y que no será removida con
actitudes voluntaristas.
En una nota
anterior comenté los múltiples tironeos partidarios a que nos veíamos
sometidos. Fue así en el momento en que nos estábamos consolidando como
agrupación, siguió siendo así tras nuestro buen desempeño electoral, continuó
en los años siguientes cuando muchos revoloteaban alrededor nuestro para que
nos definiéramos. Nuestra experiencia concreta nos indicaba que había un declarado
rechazo por parte de los compañeros a los embanderamientos políticos. No
querían que el sindicato se identificara con un partido y, en los casos más
extremos, eran decididos sostenedores del apoliticismo.
Ricardo y
otros compañeros con los que me fui identificando sostenían que no eran lo
mismo un partido, un sindicato o una agrupación gremial. Cada una de esas
instancias tenía sus particularidades, y aunque la agrupación pudiera ser
equiparada a un nucleamiento para disputar la conducción política del
sindicato, eso no la convertía en el símil de un partido.
Como todo
esto es muy flexible y cambiante a lo largo de la historia no se puede dar una
receta a priori respecto de hasta dónde debe llegar cada uno (partido,
sindicato y agrupación) en su nivel de definición. Hacer algo así sería
dogmático y mecanicista, ya que ante cada situación concreta las respuestas
pueden ser múltiples. En general, nosotros tendimos a movernos siempre con
mucha cautela, procuramos dar un perfil muy pluralista a la agrupación. Nos
negamos a identificarla con cualquier partido o movimiento político y, al mismo
tiempo, rechazamos el apoliticismo.
Todas estas
cosas discutimos aquella noche, aunque seguramente no lo hicimos con el nivel
de precisión que fue decantándose con los años, pero en aquel momento se
refirmaron las bases sobre las que ya veníamos trabajando. Duhart siempre mereció
toda nuestra consideración y respeto, no sólo por haber planteado su diferencia
con franqueza, sino por haberla discutido con toda lealtad y por haber aceptado
el resultado del debate aunque tal vez no quedara convencido de las
conclusiones.
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