El golpe de estado (II)
A las 10 de la mañana, el capitán Noriega partió con su avión
desde Punta Indio. Llevaba dos bombas de demolición de cien kilos
cada una. Para ese momento los efectivos a las órdenes del capitán
Bassi ya habían tomado Ezeiza y esperaban la llegada de los infantes
de marina que viajaban en cinco aviones de transporte. El cielo
estaba encapotado, la visibilidad era tan escasa que desde el
Ministerio de Marina no alcanzaba a verse la Casa de Gobierno
distante tres cuadras. En esas condiciones el bombardeo se hacía
casi imposible, por eso Noriega decidió mantenerse en el aire, en
los alrededores de la ciudad uruguaya de Colonia. Confiaba en que el
tiempo mejoraría. La autonomía de vuelo de su aeronave era de
cuatro horas.
El jefe del Ejército, general Franklin Lucero, fue informado de los
movimientos que se habían producido en Punta Indio y que Ezeiza
había sido tomada. Previendo un ataque aéreo le propuso a Perón
que se instalara en el Ministerio de Guerra, a corta distancia de la
Casa Rosada.
Poco después de las 12.30 mejoró la visibilidad y Noriega descargó
la primera bomba sobre la Casa de Gobierno. Tras él siguieron los
otros aviones de la escuadrilla y se desató un infierno de fuego en
la Plaza de Mayo y sus alrededores. 14 toneladas de explosivos fueron
lanzados por los sediciosos sobre la zona céntrica de la ciudad, en
tres oleadas de bombardeo en las que participaron una treintena de
aviones. Sobre Paseo Colón un trolebús recibió un impacto directo:
allí murieron 65 personas.
Los aviones que se encargaban de sembrar la muerte por el centro de
la ciudad de Buenos Aires, llevaban pintado en su fuselaje un símbolo
compuesto por una cruz y una V. La inscripción era traducida como
“Cristo vence” y era interpretada como una adhesión con la
jerarquía eclesiástica que se encontraba decididamente alineada con
la conspiración golpista.
Ese mismo día se conocía la decisión de la autoridad vaticana
excomulgando a Perón. La medida del Papa Pío XII había sido tomada
en represalia por una resolución del gobierno argentino que, unos
días antes, había expulsado del país a un par de sacerdotes
comprometidos con los opositores al régimen. Un castigo tan duro
contra un presidente de fe católica mostraba toda su desmesura,
cuando se recordaba que ese mismo Papa se había negado a aplicar una
sanción semejante contra Hitler o Mussolini.
Unos veinte minutos después de que cayera la primera bomba, y cuando
los infantes de marina trataban de quebrar la resistencia de los
granaderos que defendían la Casa Rosada, llegaron los primeros
refuerzos leales desde el Regimiento de Palermo. También los
trabajadores fueron convocados por la dirigencia cegetista: El
secretario general Hugo Di Pietro usó la cadena radial para reclamar
el apoyo obrero al gobierno peronista. En camiones y colectivos los
trabajadores se acercaron hasta la zona de los combates, la mayoría
no tenían armas pero tenían voluntad de pelear en defensa del
gobierno. Muchos de ellos cayeron al ser ametrallados desde el aire o
al quedar en medio del fuego cruzado entre leales e insurrectos. Toda
la zona del Bajo era el escenario principal de las operaciones
militares. Pero los ataques aéreos iban desde el congreso de la
Nación, pasando por toda la Avenida de Mayo, el Departamento de
Policía, el edificio de Obras Públicas y el local de la CGT.
También el Palacio Unzué, la antigua residencia presidencial
ubicada en la calle Agüero, fue blanco de las bombas sediciosas.
Entre los trabajadores que se acercaron hasta la zona de los
enfrentamientos estaba un joven que tres años antes había ingresado
en la mesa de pruebas de la oficina Devoto. Antes había trabajado en
un pequeño taller textil, pero en 1951 se quedó sin empleo. Un
vecino le sugirió que le escribiera una carta a Oscar Nicolini, el
ministro de comunicaciones, luego le hizo llegar el pedido de
trabajo: “y así fue como entré en Teléfonos del Estado cuando
tenía 16 años”.
Según propia confesión, era un muchachito al que sólo le
interesaba jugar al fútbol e ir a bailar; sus padres tenían
simpatías por el peronismo, pero ni ellos ni los hijos tenían
ninguna militancia. El 16 de junio se fue junto con un compañero
hasta la CGT y vio como los aviones volaban sobre Independencia
ametrallando a la gente; “no podía creer que fueran tan hijos de
puta”. Sintió una enorme indignación, pensó que debía hacer
algo para comprometerse con los trabajadores masacrados, por eso
decidió afiliarse al sindicato.
“Estaba muy indignado, aunque nunca me había interesado, también
me fui hasta el local de la Juventud Peronista que estaba por la
calle Charcas. El partido a nivel nacional había sido intervenido,
el interventor era Leloir; y en el distrito Capital el interventor
era John William Cooke. Para intervenir la Juventud se había
designado al doctor Framinián, que era un buen tipo. Allí conocí a
Carlos Gallo, que venía trabajando con el “profesor González”,
que era realmente profesor, pero de educación física”.
Diez años después, aquel muchacho llamado Héctor Mango, llegaría
a ser Secretario General del sindicato Buenos Aires de FOETRA.
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