lunes, 25 de septiembre de 2017

1957, la huelga grande de los Telefónicos (VI)

El golpe de estado (II)

A las 10 de la mañana, el capitán Noriega partió con su avión desde Punta Indio. Llevaba dos bombas de demolición de cien kilos cada una. Para ese momento los efectivos a las órdenes del capitán Bassi ya habían tomado Ezeiza y esperaban la llegada de los infantes de marina que viajaban en cinco aviones de transporte. El cielo estaba encapotado, la visibilidad era tan escasa que desde el Ministerio de Marina no alcanzaba a verse la Casa de Gobierno distante tres cuadras. En esas condiciones el bombardeo se hacía casi imposible, por eso Noriega decidió mantenerse en el aire, en los alrededores de la ciudad uruguaya de Colonia. Confiaba en que el tiempo mejoraría. La autonomía de vuelo de su aeronave era de cuatro horas.
El jefe del Ejército, general Franklin Lucero, fue informado de los movimientos que se habían producido en Punta Indio y que Ezeiza había sido tomada. Previendo un ataque aéreo le propuso a Perón que se instalara en el Ministerio de Guerra, a corta distancia de la Casa Rosada.
Poco después de las 12.30 mejoró la visibilidad y Noriega descargó la primera bomba sobre la Casa de Gobierno. Tras él siguieron los otros aviones de la escuadrilla y se desató un infierno de fuego en la Plaza de Mayo y sus alrededores. 14 toneladas de explosivos fueron lanzados por los sediciosos sobre la zona céntrica de la ciudad, en tres oleadas de bombardeo en las que participaron una treintena de aviones. Sobre Paseo Colón un trolebús recibió un impacto directo: allí murieron 65 personas.
Los aviones que se encargaban de sembrar la muerte por el centro de la ciudad de Buenos Aires, llevaban pintado en su fuselaje un símbolo compuesto por una cruz y una V. La inscripción era traducida como “Cristo vence” y era interpretada como una adhesión con la jerarquía eclesiástica que se encontraba decididamente alineada con la conspiración golpista.
Ese mismo día se conocía la decisión de la autoridad vaticana excomulgando a Perón. La medida del Papa Pío XII había sido tomada en represalia por una resolución del gobierno argentino que, unos días antes, había expulsado del país a un par de sacerdotes comprometidos con los opositores al régimen. Un castigo tan duro contra un presidente de fe católica mostraba toda su desmesura, cuando se recordaba que ese mismo Papa se había negado a aplicar una sanción semejante contra Hitler o Mussolini.
Unos veinte minutos después de que cayera la primera bomba, y cuando los infantes de marina trataban de quebrar la resistencia de los granaderos que defendían la Casa Rosada, llegaron los primeros refuerzos leales desde el Regimiento de Palermo. También los trabajadores fueron convocados por la dirigencia cegetista: El secretario general Hugo Di Pietro usó la cadena radial para reclamar el apoyo obrero al gobierno peronista. En camiones y colectivos los trabajadores se acercaron hasta la zona de los combates, la mayoría no tenían armas pero tenían voluntad de pelear en defensa del gobierno. Muchos de ellos cayeron al ser ametrallados desde el aire o al quedar en medio del fuego cruzado entre leales e insurrectos. Toda la zona del Bajo era el escenario principal de las operaciones militares. Pero los ataques aéreos iban desde el congreso de la Nación, pasando por toda la Avenida de Mayo, el Departamento de Policía, el edificio de Obras Públicas y el local de la CGT. También el Palacio Unzué, la antigua residencia presidencial ubicada en la calle Agüero, fue blanco de las bombas sediciosas.
Entre los trabajadores que se acercaron hasta la zona de los enfrentamientos estaba un joven que tres años antes había ingresado en la mesa de pruebas de la oficina Devoto. Antes había trabajado en un pequeño taller textil, pero en 1951 se quedó sin empleo. Un vecino le sugirió que le escribiera una carta a Oscar Nicolini, el ministro de comunicaciones, luego le hizo llegar el pedido de trabajo: “y así fue como entré en Teléfonos del Estado cuando tenía 16 años”.
Según propia confesión, era un muchachito al que sólo le interesaba jugar al fútbol e ir a bailar; sus padres tenían simpatías por el peronismo, pero ni ellos ni los hijos tenían ninguna militancia. El 16 de junio se fue junto con un compañero hasta la CGT y vio como los aviones volaban sobre Independencia ametrallando a la gente; “no podía creer que fueran tan hijos de puta”. Sintió una enorme indignación, pensó que debía hacer algo para comprometerse con los trabajadores masacrados, por eso decidió afiliarse al sindicato.

“Estaba muy indignado, aunque nunca me había interesado, también me fui hasta el local de la Juventud Peronista que estaba por la calle Charcas. El partido a nivel nacional había sido intervenido, el interventor era Leloir; y en el distrito Capital el interventor era John William Cooke. Para intervenir la Juventud se había designado al doctor Framinián, que era un buen tipo. Allí conocí a Carlos Gallo, que venía trabajando con el “profesor González”, que era realmente profesor, pero de educación física”.
Diez años después, aquel muchacho llamado Héctor Mango, llegaría a ser Secretario General del sindicato Buenos Aires de FOETRA.

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