viernes, 29 de septiembre de 2017

1957, la huelga grande de los Telefónicos (VIII)

El golpe de estado (IV)

Bien temprano, en la mañana del viernes 16 de septiembre, un mensaje oficial transmitido por cadena nacional dio cuenta sobre los primeros movimientos insurgentes. A lo largo del día siguieron otros comunicados que pretendían minimizar la importancia del alzamiento, en ellos se decía que los efectivos sublevados en Curuzú-Cuatiá "habían sido dominados, al igual que los insurrectos de la Escuela Naval Militar de Río Santiago". La versión de las radios uruguayas, que actuaban como voceras de los golpistas, era muy diferente. El sábado 17, las emisoras navales informaron que el contralmirante Isaac Francisco Rojas había comunicado a los gobiernos extranjeros que todos los puertos argentinos se encontraban bloqueados. El domingo 18, al mediodía, se intimó a Perón para que se rindiera, y la Marina amenazó con bombardear los depósitos de combustibles de La Plata y Dock Sud.
Cuando al año siguiente Perón rememoró esos hechos en su libro La fuerza es el derecho de las bestias, detalló que el 16 de septiembre, “a primera hora, se tuvo conocimiento de que en el interior se habían producido algunos levantamientos". Se refería a las escuelas de Artillería y Militar de Aviación, en la provincia de Córdoba, y Naval de Río Santiago. Unidades de esta última habían pretendido abandonar la base y atacar la ciudad de La Plata, entonces llamada Eva Perón, pero fueron contenidas por la policía provincial de Buenos Aires. En cuanto al alzamiento de la Escuela de blindados en Curuzú Cuatiá, fue rápidamente sofocado. Tanto el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, como el comandante en Jefe del arma, general José Domingo Molina, compartían la opinión de que la sublevación sería rápidamente aplastada, ya que en los focos de lucha, las fuerzas leales combatían en condiciones ventajosas. El optimismo se mantenía al día siguiente, pues los nuevos movimientos no alcanzaban a desequilibrar la relación de fuerzas.
El triunfo leal era considerado una cuestión de tiempo, porque la superioridad de fuerzas no dejaba margen para las dudas. La subversión parecía estar controlada o a punto de serlo en Río Santiago, Bahía Blanca y Mar del Plata. Fue entonces cuando se recibió la intimación de la Marina, amenazando con bombardear Buenos Aires y la destilería de La Plata. "Lo primero era de una monstruosidad sin precedentes, y lo segundo, la destrucción de diez años de trabajo y la pérdida de cuatrocientos millones de dólares". En realidad Perón se equivocaba, porque la amenaza de bombardeo sobre Buenos Aires tenía un precedente muy cercano: apenas si habían pasado tres meses desde el 16 de junio.
El lunes 19 de septiembre, a las 12.45, el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, leyó una carta en la que se pedía parlamentar para negociar un acuerdo. En esa carta Perón habría empleado el término renunciamiento y no, renuncia. De todos modos ya no estaban dadas las condiciones para ningún tipo de sutileza semántica; por eso la Junta de Generales Superiores del Ejército decidió considerarla como una renuncia formal y negociar con los golpistas. La Junta Militar llegó al acuerdo de que Lonardi se hiciera cargo del gobierno el día 21. Provisionalmente la ciudad de Córdoba fue declarada capital de la República, y al mismo tiempo se produjo la disolución del Congreso Nacional. Finalmente, el viernes 23, el general Eduardo Lonardi viajó a Buenos Aires para jurar como presidente.
La coalición golpista era heterogénea e inestable. Los dos sectores más importantes –los llamados nacionalistas católicos, por un lado, y los liberales, por el otro- tenían, a su vez, sectores y corrientes internas. El abanico de entusiastas adherentes al movimiento “revolucionario” incluía desde conservadores a socialistas, pasando por radicales y antiguos participantes de la etapa inicial del peronismo. Un conglomerado como ese no podía durar, no estaba pensado para durar, sólo fue una coalición con fines golpistas, pero superado el período inicial, los verdaderos beneficiarios del cuartelazo pusieron manos a la obra para terminar de adueñarse del poder.
El 23 de septiembre, el general Eduardo Lonardi asumió como presidente provisional. Su hija, Marta, recordaría en el libro Mi padre y la revolución del ’55, que en su discurso de asunción pronunció palabras conciliadoras tales como: “sepan los hermanos trabajadores que comprometemos nuestro honor de soldados en la solemne promesa de que jamás consentiremos que sus derechos sean Cercenados”, como asimismo que “la revolución no se hace en provecho de partidos, clases o tendencias, sino para restablecer el imperio del derecho”. Di Pietro, dirigente de la CGT, ilusionado por esas palabras, recomendó paciencia a los trabajadores. Pero, a pesar de los amistosos gestos presidenciales, el sector duro de los golpistas tenía muy claro que la llamada Revolución libertadora tenía vencedores y vencidos.
Tras la caída del gobierno siguieron días de confusión e incertidumbre. Mientras el viejo régimen se terminaba de desmoronar y el nuevo buscaba consolidarse en el poder, mientras timoratos y oportunistas trataban de abandonar el barco y reconvertirse a la nueva situación, los nuevos aventureros y arribistas se ponían una escarapela, agitaban una banderita y salían a ver que podían pescar en ese río revuelto. Mientras todo esto sucedía, los leales, los incondicionales, los profundamente identificados con el peronismo, veían con dolor como era derrocado su gobierno. Pero también estaban los que habían sido perseguidos y represaliados en los años anteriores, los que tenían una cuenta para cobrar, los que reclamaban justicia o simplemente revancha.

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