El golpe de estado (IV)
Bien temprano, en la mañana del viernes 16 de septiembre, un mensaje
oficial transmitido por cadena nacional dio cuenta sobre los primeros
movimientos insurgentes. A lo largo del día siguieron otros
comunicados que pretendían minimizar la importancia del alzamiento,
en ellos se decía que los efectivos sublevados en Curuzú-Cuatiá
"habían sido dominados, al igual que los insurrectos de la
Escuela Naval Militar de Río Santiago". La versión de las
radios uruguayas, que actuaban como voceras de los golpistas, era muy
diferente. El sábado 17, las emisoras navales informaron que el
contralmirante Isaac Francisco Rojas había comunicado a los
gobiernos extranjeros que todos los puertos argentinos se encontraban
bloqueados. El domingo 18, al mediodía, se intimó a Perón para que
se rindiera, y la Marina amenazó con bombardear los depósitos de
combustibles de La Plata y Dock Sud.
Cuando al año siguiente Perón rememoró esos hechos en su libro La
fuerza es el derecho de las bestias, detalló que el 16 de
septiembre, “a primera hora, se tuvo conocimiento de que en el
interior se habían producido algunos levantamientos". Se
refería a las escuelas de Artillería y Militar de Aviación, en la
provincia de Córdoba, y Naval de Río Santiago. Unidades de esta
última habían pretendido abandonar la base y atacar la ciudad de La
Plata, entonces llamada Eva Perón, pero fueron contenidas por la
policía provincial de Buenos Aires. En cuanto al alzamiento de la
Escuela de blindados en Curuzú Cuatiá, fue rápidamente sofocado.
Tanto el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, como el
comandante en Jefe del arma, general José Domingo Molina, compartían
la opinión de que la sublevación sería rápidamente aplastada, ya
que en los focos de lucha, las fuerzas leales combatían en
condiciones ventajosas. El optimismo se mantenía al día siguiente,
pues los nuevos movimientos no alcanzaban a desequilibrar la relación
de fuerzas.
El triunfo leal era considerado una cuestión de tiempo, porque la
superioridad de fuerzas no dejaba margen para las dudas. La
subversión parecía estar controlada o a punto de serlo en Río
Santiago, Bahía Blanca y Mar del Plata. Fue entonces cuando se
recibió la intimación de la Marina, amenazando con bombardear
Buenos Aires y la destilería de La Plata. "Lo primero era de
una monstruosidad sin precedentes, y lo segundo, la destrucción de
diez años de trabajo y la pérdida de cuatrocientos millones de
dólares". En realidad Perón se equivocaba, porque la amenaza
de bombardeo sobre Buenos Aires tenía un precedente muy cercano:
apenas si habían pasado tres meses desde el 16 de junio.
El lunes 19 de septiembre, a las 12.45, el ministro de Ejército,
general Franklin Lucero, leyó una carta en la que se pedía
parlamentar para negociar un acuerdo. En esa carta Perón habría
empleado el término renunciamiento y no, renuncia. De todos modos ya
no estaban dadas las condiciones para ningún tipo de sutileza
semántica; por eso la Junta de Generales Superiores del Ejército
decidió considerarla como una renuncia formal y negociar con los
golpistas. La Junta Militar llegó al acuerdo de que Lonardi se
hiciera cargo del gobierno el día 21. Provisionalmente la ciudad de
Córdoba fue declarada capital de la República, y al mismo tiempo se
produjo la disolución del Congreso Nacional. Finalmente, el viernes
23, el general Eduardo Lonardi viajó a Buenos Aires para jurar como
presidente.
La coalición golpista era heterogénea e inestable. Los dos sectores
más importantes –los llamados nacionalistas católicos, por un
lado, y los liberales, por el otro- tenían, a su vez, sectores y
corrientes internas. El abanico de entusiastas adherentes al
movimiento “revolucionario” incluía desde conservadores a
socialistas, pasando por radicales y antiguos participantes de la
etapa inicial del peronismo. Un conglomerado como ese no podía
durar, no estaba pensado para durar, sólo fue una coalición con
fines golpistas, pero superado el período inicial, los verdaderos
beneficiarios del cuartelazo pusieron manos a la obra para terminar
de adueñarse del poder.
El 23 de septiembre, el general Eduardo Lonardi asumió como
presidente provisional. Su hija, Marta, recordaría en el libro Mi
padre y la revolución del ’55, que en su discurso de asunción
pronunció palabras conciliadoras tales como: “sepan los hermanos
trabajadores que comprometemos nuestro honor de soldados en la
solemne promesa de que jamás consentiremos que sus derechos sean
Cercenados”, como asimismo que “la revolución no se hace en
provecho de partidos, clases o tendencias, sino para restablecer el
imperio del derecho”. Di Pietro, dirigente de la CGT, ilusionado
por esas palabras, recomendó paciencia a los trabajadores. Pero, a
pesar de los amistosos gestos presidenciales, el sector duro de los
golpistas tenía muy claro que la llamada Revolución libertadora
tenía vencedores y vencidos.
Tras la caída del gobierno siguieron días de confusión e
incertidumbre. Mientras el viejo régimen se terminaba de desmoronar
y el nuevo buscaba consolidarse en el poder, mientras timoratos y
oportunistas trataban de abandonar el barco y reconvertirse a la
nueva situación, los nuevos aventureros y arribistas se ponían una
escarapela, agitaban una banderita y salían a ver que podían pescar
en ese río revuelto. Mientras todo esto sucedía, los leales, los
incondicionales, los profundamente identificados con el peronismo,
veían con dolor como era derrocado su gobierno. Pero también
estaban los que habían sido perseguidos y represaliados en los años
anteriores, los que tenían una cuenta para cobrar, los que
reclamaban justicia o simplemente revancha.
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