El golpe de estado (III)
Después del bombardeo contra la población indefensa, los aviadores,
junto a infantes de marina y comando civiles que habían participado
en la ocupación de las bases de Ezeiza y Morón, se fugaron al
Uruguay. Allí encontraron asilo hasta después del triunfo
golpista. Al evocar aquellos sucesos, medio siglo después, Clarín
señalará: “Después del 16 de junio, Perón disolvió los
Comandos Generales de Infantería de Marina y de Aviación Naval. El
almirante Samuel Toranzo Calderón, jefe del levantamiento, fue
condenado a prisión perpetua y degradación. La base de Punta
Indio, de donde partieron los primeros aviones que bombardearon la
Casa de Gobierno, fue desmantelada y sus pilotos presos, salvo
algunos que lograron exiliarse. Los aviones de la aeronáutica
militar fueron desarmados”.
Contrariamente a lo que podría esperarse, no hubo grandes
represalias ni persecuciones. En el afán de aquietar las aguas el
gobierno ni siquiera ordenó una investigación pormenorizada sobre
el número de muertos por los sediciosos. Se suponía que debían ser
centenares, pero tanto el número de víctimas como sus identidades
permanecieron ignorados durante medio siglo. No se sabe de maltratos
a los golpistas que fueron detenidos, ni uno solo de ellos fue
condenado a muerte, sólo el vicealmirante Benjamín Gargiulo optó
por suicidarse tras el fracaso golpista.
Roberto Bardini dice que “luego del bombardeo a la Plaza de Mayo,
Perón no sólo no toma revancha contrariando el sentimiento de sus
propios seguidores, sino que busca la pacificación interna. En
julio, levanta el estado de sitio, deja en libertad a varios
detenidos políticos y elimina algunas restricciones políticas. El
31 permite utilizar la radio, el principal medio de comunicación de
la época, a dirigentes opositores.”
Los gestos conciliadores se continuaron con cambios de funcionarios
que eran muy cuestionados por la oposición. Dimitieron los ministros
del interior, Ángel Borlenghi (lo reemplazó Oscar Albrieu); de
Educación, A. Méndez San Martín (lo reemplazó Francisco Anglada);
de Trasportes, Juan Maggi (lo reemplazó Alberto J. Iturbe) y el
secretario de Prensa, Raúl Apold (lo reemplazó León Bouché).
También renunció el secretario de la CGT, Vuletich; interinamente,
lo sucedió Héctor Hugo Di Pietro. Después de estos cambios, el 5
de julio, Perón dirigió un mensaje amistoso a sus opositores, y
posteriormente se autorizó a hablar por radio Belgrano y su cadena
de emisoras al titular del Comité Nacional de la UCR, Arturo
Frondizi. Más tarde también hablaron por radio el jefe del partido
Conservador, Vicente Solano Lima, y el presidente de la democracia
progresista, Luciano Molinas. El único dirigente opositor que
inicialmente fue autorizado a usar la radio y a quien se le impidió
dirigir su mensaje, fue el socialista Alfredo Palacios.
A mediados de agosto el gobierno denunció la existencia de un
complot para asesinar a Perón. La versión era totalmente creíble,
de hecho ya se había intentado el asesinato con los bombardeos del
16 de junio, y hasta las proclamas golpistas difundidas aquel día
por Radio Mitre celebraban “la muerte del tirano”. Por eso,
después de la información gubernamental, el peronismo dio por
terminada la tregua política, y el 19 de agosto Alejandro Leloir,
presidente del Partido Peronista, anunció que se procedería
enérgicamente contra la oposición. Los movimientos del gobierno ya
no eran pendulares, como gustan llamar los entendidos, sino
francamente zigzagueantes. Se pasaba de los gestos y demostraciones
pacificadores, a otros altisonantes y amenazadores como los de
Leloir.
En la mañana del miércoles 31 de agosto fue cuando Perón planteó
su renuncia en un discurso trasmitido por cadena nacional. Los
trabajadores, a través de una multitudinaria movilización convocada
por la conducción cegetista, le reclamaron que continúe al frente
del gobierno. Eran aproximadamente las 18.30 cuando el presidente
salió al balcón para dirigirse a los congregados en la Plaza. Fue
un discurso duro, áspero, confrontativo. El famoso discurso del
Cinco por uno, aquel en el que dijo “por cada uno de los nuestros
que caiga, caerán cinco de ellos”. El periodismo y la
historiografía golpista se encargaron de destacar los pasajes más
violentos de aquel mensaje. Todos obviaron referirse a la masacre
perpetrada dos meses antes por los destinatarios de las amenazas
presidenciales. Uno de los pasajes que más críticas mereció fue
aquel en que Perón reitera que “a la violencia le hemos de
contestar con una violencia mayor.” Y luego agregó: “Con nuestra
tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos
violentamente. Y desde ya, estableceremos como una conducta
permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar
intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o
en contra de la ley o de la Constitución puede ser muerto por
cualquier argentino.”
Ciertos intelectuales gustan de jugar con los términos, hablan del
peso de las palabras, del valor de los mensajes, y hasta parece que
las cosas que se dicen tuvieran más entidad que los propios hechos.
Pero lo objetivo fue que no hubo ni un solo muerto como producto del
discurso presidencial, mientras que ya eran varias las centenares de
víctimas provocadas por los golpistas, y serían muchas más en las
semanas siguientes. En todo caso si algo pudo serle reprochado al
margen de lo desmedido del mensaje, fue que no cumpliera con su
promesa de luchar hasta el final: “Hemos ofrecido la paz. No la han
querido. Ahora, hemos de ofrecerles la lucha, y ellos saben que
cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final.”
Ese discurso, así como la reimplantación del estado de sitio,
parecían más una bravata que una muestra de firmeza. El gobierno
había salido políticamente debilitado de la crisis, sus gestos
conciliadores en lugar de aflojar la tensión habían envalentonado a
los golpistas, y la propuesta cegetista para que los seis millones
de trabajadores fueran parte de las milicias populares para la
defensa del gobierno fue rechazada. Era evidente que se avecinaba un
nuevo alzamiento, aunque quizás lo más correcto sería decir que
ahora el Ejército pasaba a tener un papel más protagónico en la
conspiración. Entre el 11 y el 13 de septiembre, el general Lonardi
asumió la responsabilidad de encabezar una nueva rebelión contra
Perón. El plan consistía en iniciar el movimiento a partir de la
cero hora del 16 de septiembre en forma simultánea en Córdoba,
Corrientes, Curuzú Cuatiá, Mercedes (provincia de Corrientes),
Entre Ríos, Cuyo y Buenos Aires.
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