miércoles, 27 de septiembre de 2017

1957, la huelga grande de los Telefónicos (VII)

El golpe de estado (III)

Después del bombardeo contra la población indefensa, los aviadores, junto a infantes de marina y comando civiles que habían participado en la ocupación de las bases de Ezeiza y Morón, se fugaron al Uruguay. Allí encontraron asilo hasta después del triunfo golpista. Al evocar aquellos sucesos, medio siglo después, Clarín señalará: “Después del 16 de junio, Perón disolvió los Comandos Generales de Infantería de Marina y de Aviación Naval. El almirante Samuel Toranzo Calderón, jefe del levantamiento, fue condenado a prisión perpetua y degradación. La base de Punta Indio, de donde partieron los primeros aviones que bombardearon la Casa de Gobierno, fue desmantelada y sus pilotos presos, salvo algunos que lograron exiliarse. Los aviones de la aeronáutica militar fueron desarmados”.
Contrariamente a lo que podría esperarse, no hubo grandes represalias ni persecuciones. En el afán de aquietar las aguas el gobierno ni siquiera ordenó una investigación pormenorizada sobre el número de muertos por los sediciosos. Se suponía que debían ser centenares, pero tanto el número de víctimas como sus identidades permanecieron ignorados durante medio siglo. No se sabe de maltratos a los golpistas que fueron detenidos, ni uno solo de ellos fue condenado a muerte, sólo el vicealmirante Benjamín Gargiulo optó por suicidarse tras el fracaso golpista.
Roberto Bardini dice que “luego del bombardeo a la Plaza de Mayo, Perón no sólo no toma revancha contrariando el sentimiento de sus propios seguidores, sino que busca la pacificación interna. En julio, levanta el estado de sitio, deja en libertad a varios detenidos políticos y elimina algunas restricciones políticas. El 31 permite utilizar la radio, el principal medio de comunicación de la época, a dirigentes opositores.”
Los gestos conciliadores se continuaron con cambios de funcionarios que eran muy cuestionados por la oposición. Dimitieron los ministros del interior, Ángel Borlenghi (lo reemplazó Oscar Albrieu); de Educación, A. Méndez San Martín (lo reemplazó Francisco Anglada); de Trasportes, Juan Maggi (lo reemplazó Alberto J. Iturbe) y el secretario de Prensa, Raúl Apold (lo reemplazó León Bouché). También renunció el secretario de la CGT, Vuletich; interinamente, lo sucedió Héctor Hugo Di Pietro. Después de estos cambios, el 5 de julio, Perón dirigió un mensaje amistoso a sus opositores, y posteriormente se autorizó a hablar por radio Belgrano y su cadena de emisoras al titular del Comité Nacional de la UCR, Arturo Frondizi. Más tarde también hablaron por radio el jefe del partido Conservador, Vicente Solano Lima, y el presidente de la democracia progresista, Luciano Molinas. El único dirigente opositor que inicialmente fue autorizado a usar la radio y a quien se le impidió dirigir su mensaje, fue el socialista Alfredo Palacios.
A mediados de agosto el gobierno denunció la existencia de un complot para asesinar a Perón. La versión era totalmente creíble, de hecho ya se había intentado el asesinato con los bombardeos del 16 de junio, y hasta las proclamas golpistas difundidas aquel día por Radio Mitre celebraban “la muerte del tirano”. Por eso, después de la información gubernamental, el peronismo dio por terminada la tregua política, y el 19 de agosto Alejandro Leloir, presidente del Partido Peronista, anunció que se procedería enérgicamente contra la oposición. Los movimientos del gobierno ya no eran pendulares, como gustan llamar los entendidos, sino francamente zigzagueantes. Se pasaba de los gestos y demostraciones pacificadores, a otros altisonantes y amenazadores como los de Leloir.
En la mañana del miércoles 31 de agosto fue cuando Perón planteó su renuncia en un discurso trasmitido por cadena nacional. Los trabajadores, a través de una multitudinaria movilización convocada por la conducción cegetista, le reclamaron que continúe al frente del gobierno. Eran aproximadamente las 18.30 cuando el presidente salió al balcón para dirigirse a los congregados en la Plaza. Fue un discurso duro, áspero, confrontativo. El famoso discurso del Cinco por uno, aquel en el que dijo “por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos”. El periodismo y la historiografía golpista se encargaron de destacar los pasajes más violentos de aquel mensaje. Todos obviaron referirse a la masacre perpetrada dos meses antes por los destinatarios de las amenazas presidenciales. Uno de los pasajes que más críticas mereció fue aquel en que Perón reitera que “a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor.” Y luego agregó: “Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya, estableceremos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución puede ser muerto por cualquier argentino.”
Ciertos intelectuales gustan de jugar con los términos, hablan del peso de las palabras, del valor de los mensajes, y hasta parece que las cosas que se dicen tuvieran más entidad que los propios hechos. Pero lo objetivo fue que no hubo ni un solo muerto como producto del discurso presidencial, mientras que ya eran varias las centenares de víctimas provocadas por los golpistas, y serían muchas más en las semanas siguientes. En todo caso si algo pudo serle reprochado al margen de lo desmedido del mensaje, fue que no cumpliera con su promesa de luchar hasta el final: “Hemos ofrecido la paz. No la han querido. Ahora, hemos de ofrecerles la lucha, y ellos saben que cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final.”
Ese discurso, así como la reimplantación del estado de sitio, parecían más una bravata que una muestra de firmeza. El gobierno había salido políticamente debilitado de la crisis, sus gestos conciliadores en lugar de aflojar la tensión habían envalentonado a los golpistas, y la propuesta cegetista para que los seis millones de trabajadores fueran parte de las milicias populares para la defensa del gobierno fue rechazada. Era evidente que se avecinaba un nuevo alzamiento, aunque quizás lo más correcto sería decir que ahora el Ejército pasaba a tener un papel más protagónico en la conspiración. Entre el 11 y el 13 de septiembre, el general Lonardi asumió la responsabilidad de encabezar una nueva rebelión contra Perón. El plan consistía en iniciar el movimiento a partir de la cero hora del 16 de septiembre en forma simultánea en Córdoba, Corrientes, Curuzú Cuatiá, Mercedes (provincia de Corrientes), Entre Ríos, Cuyo y Buenos Aires.

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