AVANZADA,
de memoria (III)
El
paro del 1 de marzo de 1967
Como respuesta a las medidas antiobreras y
antisindicales del gobierno militar el 3 de febrero de 1967 la CGT
declaró un paro nacional para el día 1 de marzo. El gobierno
decretó la ilegalidad de la medida de fuerza y amenazó con
sanciones ejemplares a los sindicatos y trabajadores que realizaran
el paro. Para mostrar que la mano iba a ser muy dura el fiscal de
estado se presentó ante el Juzgado Nacional en lo criminal y
correccional solicitando el procesamiento de los dirigentes
sindicales que habían votado el Plan de Acción de la CGT.
Simultáneamente, el Consejo Nacional de
Radiodifusión y Televisión intimó a todas las estaciones radiales
y televisivas para adoptar “las medidas que sean necesarias para
impedir la emisión de noticias, comentarios o avisos que directa o
indirectamente aludan al plan adoptado por el Comité Central
Confederal de la CGT”. A esto siguió el congelamiento de fondos de
la FOTIA, la suspensión de la personería gremial de la Unión
Ferroviaria y la promulgación de la ley 17.138 estableciendo las
normas para la intimación del cese de medidas de fuerza y la
aplicación de sanciones y cesantías al personal de empresas y
organismos del Estado.
A pesar de eso la huelga fue muy importante y
también lo fueron las represalias de la dictadura. En ferroviarios
el número de sancionados superó los 100 mil trabajadores. Toda la
Comisión Directiva de la Unión Ferroviaria fue cesanteada. En
Telefónicos los castigados llegamos a 4.000, y de ellos, poco más
de un centenar y medio fueron cesanteados. Pero además se sancionó
al sindicato con la suspensión de la personería gremial, lo cual le
impidió desempeñar su actividad con normalidad. En la misma
resolución que se suspendía la personería gremial del Sindicato
Buenos Aires de FOETRA se hizo otro tanto con la FOTIA y con
Químicos.
Fue un período muy difícil para todos los
trabajadores del país. En el caso particular de los Telefónicos, si
bien el número de cesantes había sido relativamente bajo, éramos
muchos los que habíamos sido castigados con retrogradaciones en
nuestras categorías o con suspensiones de hasta 30 días de
duración. El sindicato organizó la solidaridad económica con los
cesantes y los que habían sufrido sanciones mayores, pero fue muy
difícil sostener en el tiempo esa ayuda.
Por entonces la cuestión de la disciplina
sindical era algo que estaba permanentemente bajo la lupa. Era lógico
que fuera así, porque un sindicato no puede sostenerse si sus
resoluciones son incumplidas por los afiliados y, particularmente,
por aquellos que tienen un cierto compromiso militante. Nosotros
siempre fuimos muy rigurosos con esa cuestión, y aunque estuviéramos
en desacuerdo con alguna de las conducciones sindicales, cumplimos a
rajatabla las resoluciones de los cuerpos orgánicos. Por eso el paro
del 1 de marzo de 1967 tuvo derivaciones particularmente duras para
nosotros. No me estoy refiriendo a las sanciones que sufrimos por
nuestra participación en la huelga, sino a otra cosa.
En los días previos al paro nos habíamos reunido en más de una
oportunidad y ninguno de los compañeros había manifestado dudas o
flaquezas a pesar de las amenazas gubernamentales. Es cierto que en
el contexto de una reunión cada uno de los asistentes es influido
por la posición predominante en el conjunto, algo así como una
presión moral de todos sobre todos. Teníamos el convencimiento de
que, más allá de algunas vacilaciones, todos nosotros íbamos a
responder como lo habíamos hecho siempre. Pero el bombardeo de
amenazas se intensificó el día anterior a la huelga.
El gobierno dispuso que todas las empresas y organismos dependientes
del Estado, de acuerdo con la situación de cada una de ellas,
procediera a suspender inmediatamente y por el término de 30 días
todas las licencias gremiales. La Empresa informó
a cada empleado individualmente sobre las consecuencias que podría
acarrearle su participación en la medida de fuerza. No se limitó a
entregar la circular amenazadora a cada trabajador, sino que hacía
firmar el correspondiente acuse de recibo como para dar más
contundencia a la intimidación. Ese último día de febrero la
programación radial y televisiva estuvo saturada de comunicados
gubernamentales que machacaron hasta muy tarde en la noche con la
intimación para que se concurriera a trabajar normalmente al día
siguiente.
Los que pudimos organizamos piquetes de huelga con
los compañeros de trabajo. Esto tenía sus riesgos, no sólo por la
posibilidad de sufrir la represión policial, sino porque, si los
vacilantes y carneros eran mayoría, el piquete mismo podía
disolverse y terminar ingresando al trabajo. Para decirlo más claro:
los que desertaran del conflicto podían transformarse en una suerte
de contra piquete, hacer vacilar a los débilmente convencidos y
arrastrarlos tras de sí.
Lo cierto es que, aunque la inmensa mayoría de
nosotros cumplió con la medida de fuerza, tuvimos tres compañeros
que habían “carnereado”. Estábamos obligados a tomar alguna
medida ejemplificadora y esto por más de un motivo. Había muchos
compañeros en el gremio que habían sido cesanteados por haber
cumplido con la medida de fuerza, nosotros mismos dentro de la
agrupación teníamos por lo menos dos compañeras delegadas de la
Comercial 24 de noviembre que habían quedado cesantes: Martha Puig e
Inés Mussa. Muchos éramos los que habíamos recibido suspensiones y
retrogradaciones, y también eran muchos los que habían sufrido
otras sanciones menores. No podíamos dejar en pié de igualdad al
que había arriesgado hasta su trabajo, con el que había elegido la
deserción. Era imprescindible que quienes hubieran cumplido
disciplinadamente con la medida de fuerza, dentro y fuera de la
agrupación, supieran que para nosotros eran más valiosos que los
que habían flaqueado. Pero había otra cuestión. Dejar sin
sancionar esa grave indisciplina era como abrir la puerta a futuras
transgresiones. El tiempo por venir se mostraba como muy difícil y
plagado de problemas, y necesitábamos consolidar una fuerza, que
aunque fuese reducida, se mostrase firme y confiable. Era fijar un
límite, establecer un adentro y un afuera para que nadie tuviese
dudas respecto a qué era lo lícito y qué no lo era.
Comprendíamos las dudas y vacilaciones que
debieron sentir los que habían carnereado. Nosotros mismos habíamos
pasado por esas vacilaciones y habíamos tenido que sobreponernos a
ellas. Dudábamos a la hora de tener que castigar, pero era una
medida justa y necesaria que estaba por encima de nosotros mismos. No
teníamos derecho a ser débiles ni a que nos temblara la mano,
porque debíamos ser justos. Ellos eran compañeros nuestros y eso
hacía más difícil la cuestión, porque cuando no existe ningún
vínculo es más fácil sancionar, pero es abrumador hacerlo con
quien ha delinquido desde nuestro bando. La sanción tampoco debía
ser consecuencia del odio sino que debía surgir de la reflexión
equilibrada. Un castigo aplicado en un momento de calentura o como un
desahogo emocional, no es justicia, apenas si puede ser venganza. Por
último, para cumplir su papel educativo el correctivo debía ser
público.
Lo discutimos mucho y tratamos de ser ecuánimes. Finalmente
resolvimos expulsar de nuestra agrupación a los tres compañeros y,
complementariamente, hacer un comunicado al gremio informando de
nuestra decisión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario