sábado, 24 de marzo de 2018

El paro del 1 de marzo de 1967

AVANZADA, de memoria (III)
El paro del 1 de marzo de 1967

Como respuesta a las medidas antiobreras y antisindicales del gobierno militar el 3 de febrero de 1967 la CGT declaró un paro nacional para el día 1 de marzo. El gobierno decretó la ilegalidad de la medida de fuerza y amenazó con sanciones ejemplares a los sindicatos y trabajadores que realizaran el paro. Para mostrar que la mano iba a ser muy dura el fiscal de estado se presentó ante el Juzgado Nacional en lo criminal y correccional solicitando el procesamiento de los dirigentes sindicales que habían votado el Plan de Acción de la CGT. Simultáneamente, el Consejo Nacional de Radiodifusión y Televisión intimó a todas las estaciones radiales y televisivas para adoptar “las medidas que sean necesarias para impedir la emisión de noticias, comentarios o avisos que directa o indirectamente aludan al plan adoptado por el Comité Central Confederal de la CGT”. A esto siguió el congelamiento de fondos de la FOTIA, la suspensión de la personería gremial de la Unión Ferroviaria y la promulgación de la ley 17.138 estableciendo las normas para la intimación del cese de medidas de fuerza y la aplicación de sanciones y cesantías al personal de empresas y organismos del Estado.
A pesar de eso la huelga fue muy importante y también lo fueron las represalias de la dictadura. En ferroviarios el número de sancionados superó los 100 mil trabajadores. Toda la Comisión Directiva de la Unión Ferroviaria fue cesanteada. En Telefónicos los castigados llegamos a 4.000, y de ellos, poco más de un centenar y medio fueron cesanteados. Pero además se sancionó al sindicato con la suspensión de la personería gremial, lo cual le impidió desempeñar su actividad con normalidad. En la misma resolución que se suspendía la personería gremial del Sindicato Buenos Aires de FOETRA se hizo otro tanto con la FOTIA y con Químicos.
Fue un período muy difícil para todos los trabajadores del país. En el caso particular de los Telefónicos, si bien el número de cesantes había sido relativamente bajo, éramos muchos los que habíamos sido castigados con retrogradaciones en nuestras categorías o con suspensiones de hasta 30 días de duración. El sindicato organizó la solidaridad económica con los cesantes y los que habían sufrido sanciones mayores, pero fue muy difícil sostener en el tiempo esa ayuda.
Por entonces la cuestión de la disciplina sindical era algo que estaba permanentemente bajo la lupa. Era lógico que fuera así, porque un sindicato no puede sostenerse si sus resoluciones son incumplidas por los afiliados y, particularmente, por aquellos que tienen un cierto compromiso militante. Nosotros siempre fuimos muy rigurosos con esa cuestión, y aunque estuviéramos en desacuerdo con alguna de las conducciones sindicales, cumplimos a rajatabla las resoluciones de los cuerpos orgánicos. Por eso el paro del 1 de marzo de 1967 tuvo derivaciones particularmente duras para nosotros. No me estoy refiriendo a las sanciones que sufrimos por nuestra participación en la huelga, sino a otra cosa.
En los días previos al paro nos habíamos reunido en más de una oportunidad y ninguno de los compañeros había manifestado dudas o flaquezas a pesar de las amenazas gubernamentales. Es cierto que en el contexto de una reunión cada uno de los asistentes es influido por la posición predominante en el conjunto, algo así como una presión moral de todos sobre todos. Teníamos el convencimiento de que, más allá de algunas vacilaciones, todos nosotros íbamos a responder como lo habíamos hecho siempre. Pero el bombardeo de amenazas se intensificó el día anterior a la huelga.
El gobierno dispuso que todas las empresas y organismos dependientes del Estado, de acuerdo con la situación de cada una de ellas, procediera a suspender inmediatamente y por el término de 30 días todas las licencias gremiales. La Empresa informó a cada empleado individualmente sobre las consecuencias que podría acarrearle su participación en la medida de fuerza. No se limitó a entregar la circular amenazadora a cada trabajador, sino que hacía firmar el correspondiente acuse de recibo como para dar más contundencia a la intimidación. Ese último día de febrero la programación radial y televisiva estuvo saturada de comunicados gubernamentales que machacaron hasta muy tarde en la noche con la intimación para que se concurriera a trabajar normalmente al día siguiente.
Los que pudimos organizamos piquetes de huelga con los compañeros de trabajo. Esto tenía sus riesgos, no sólo por la posibilidad de sufrir la represión policial, sino porque, si los vacilantes y carneros eran mayoría, el piquete mismo podía disolverse y terminar ingresando al trabajo. Para decirlo más claro: los que desertaran del conflicto podían transformarse en una suerte de contra piquete, hacer vacilar a los débilmente convencidos y arrastrarlos tras de sí.
Lo cierto es que, aunque la inmensa mayoría de nosotros cumplió con la medida de fuerza, tuvimos tres compañeros que habían “carnereado”. Estábamos obligados a tomar alguna medida ejemplificadora y esto por más de un motivo. Había muchos compañeros en el gremio que habían sido cesanteados por haber cumplido con la medida de fuerza, nosotros mismos dentro de la agrupación teníamos por lo menos dos compañeras delegadas de la Comercial 24 de noviembre que habían quedado cesantes: Martha Puig e Inés Mussa. Muchos éramos los que habíamos recibido suspensiones y retrogradaciones, y también eran muchos los que habían sufrido otras sanciones menores. No podíamos dejar en pié de igualdad al que había arriesgado hasta su trabajo, con el que había elegido la deserción. Era imprescindible que quienes hubieran cumplido disciplinadamente con la medida de fuerza, dentro y fuera de la agrupación, supieran que para nosotros eran más valiosos que los que habían flaqueado. Pero había otra cuestión. Dejar sin sancionar esa grave indisciplina era como abrir la puerta a futuras transgresiones. El tiempo por venir se mostraba como muy difícil y plagado de problemas, y necesitábamos consolidar una fuerza, que aunque fuese reducida, se mostrase firme y confiable. Era fijar un límite, establecer un adentro y un afuera para que nadie tuviese dudas respecto a qué era lo lícito y qué no lo era.
Comprendíamos las dudas y vacilaciones que debieron sentir los que habían carnereado. Nosotros mismos habíamos pasado por esas vacilaciones y habíamos tenido que sobreponernos a ellas. Dudábamos a la hora de tener que castigar, pero era una medida justa y necesaria que estaba por encima de nosotros mismos. No teníamos derecho a ser débiles ni a que nos temblara la mano, porque debíamos ser justos. Ellos eran compañeros nuestros y eso hacía más difícil la cuestión, porque cuando no existe ningún vínculo es más fácil sancionar, pero es abrumador hacerlo con quien ha delinquido desde nuestro bando. La sanción tampoco debía ser consecuencia del odio sino que debía surgir de la reflexión equilibrada. Un castigo aplicado en un momento de calentura o como un desahogo emocional, no es justicia, apenas si puede ser venganza. Por último, para cumplir su papel educativo el correctivo debía ser público.
Lo discutimos mucho y tratamos de ser ecuánimes. Finalmente resolvimos expulsar de nuestra agrupación a los tres compañeros y, complementariamente, hacer un comunicado al gremio informando de nuestra decisión.

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