AVANZADA, de memoria (II)
Telefónicos en momentos
de incertidumbre
A principios de junio de 1966 los telefónicos estábamos en
conflicto; recuerdo que se presentó una propuesta empresaria que no
satisfacía nuestros reclamos. Aunque la conducción del sindicato
trató de que se la aceptase, fue rechazada en la asamblea que se
hizo en la Federación Argentina de Box. Ya antes del derrocamiento
de Illía se había desplazado a López Zabaleta de la conducción de
la ENTel. En su lugar se nombró un interventor militar, el coronel
Eppens, y las nuevas autoridades hicieron algunos cambios cosméticos
a la anterior propuesta salarial. Sustancialmente la oferta seguía
siendo la misma, desde nuestro punto de vista debía ser rechazada
como lo había sido la anterior. Sin embargo después del golpe la
dirección del sindicato convocó a una nueva asamblea general,
propuso el levantamiento de las medidas de fuerza, y apuntaló su
posición con la advertencia de que había “sectores de presunta
Avanzada” que buscaban el enfrentamiento de los trabajadores
telefónicos con el gobierno militar.
No creo que se hubiese conseguido un nuevo rechazo de los
asambleístas, lo que parecía más probable era una aceptación
medrosa por parte de los compañeros. Sin embargo el hecho de que se
volantease una amenaza tan explícita como la anterior dejaba
traslucir una cierta preocupación por parte de los dirigentes del
sindicato, y hasta una sobrevaloración de nuestra influencia entre
los telefónicos. La reunión se efectuó en el Luna Park, la
concurrencia fue importante pero no multitudinaria, y se notó una
cierta tensión por la decisión final de los asambleístas. En ese
afán por asegurarse el resultado, los dirigentes extremaron los
recaudos y hasta cometieron ciertas desprolijidades. NO sólo la del
volante de tono policial, sino una acentuada limitación al uso de la
palabra. Prácticamente con el comienzo de la deliberación se
reclamó la aprobación de la propuesta empresaria y se pidió el
cierre de la lista de oradores. Aunque la votación fue contabilizada
como favorable, el resultado tuvo todo el sabor de una victoria
pírrica.
Había una cierta percepción de que la dictadura iba a reactualizar
las prácticas represivas de los peores momentos de Aramburu y Rojas
o del Plan Conintes. Las presunciones no eran desacertadas, y a
medida que avanzaron los días fueron produciéndose los hechos que
las confirmarían.
La primera muestra de brutalidad represiva que recuerdo fue la de la
noche de los bastones largos. Ya se había producido la intervención
del sindicato de Prensa, también había sido derogada la autonomía
universitaria, y en la noche del viernes 29 de julio se decidió dar
un escarmiento ejemplificador a quienes resistían esta medida.
Algunas facultades estaban tomadas por los estudiantes, y aunque
todas iban a ser desalojadas, se puso un particular ensañamiento con
la de Ciencias Exactas. La Policía Federal estaba conducida por el
general Fonseca, y éste ordenó a sus subordinados que fueran y
“molieran a palos” a los que estaban dentro de la facultad. Los
policías cumplieron escrupulosamente con la orden recibida, y el
desalojo del local universitario ubicado en la Manzana de las luces
tuvo muestras de crueldad estremecedoras.
Pocos días después se produjo la intervención de la FATPREN, pero
esa fue casi una formalidad luego de haberse hecho lo mismo con el
Sindicato de Prensa. Hago especial referencia a lo que ocurría con
los compañeros de prensa porque con ellos manteníamos una relación
más directa, pero eran varios los sindicatos que estaban siendo
golpeados en esos días a todo lo largo y ancho del país, entre
ellos, portuarios, ferroviarios y obreros azucareros de Tucumán.
También las universidades, consideradas no como casas de estudio
sino como nidos de subversivos, sufrían el embate represivo. Ya
comenté lo ocurrido en Buenos Aires, pero poco después, el 7 de
septiembre, en Córdoba, la policía reprimió brutalmente una
asamblea estudiantil y baleó a Santiago Pampillón quien moriría
cinco días después. Las palabras de Miguel Ángel Ferrer Deheza, el
interventor designado por la dictadura para gobernar la provincia de
Córdoba, preanunciaron un futuro aún más luctuoso: "Lamento
las víctimas producidas… y las que vendrán". Paralelamente,
en un discurso que fuera trasmitido por radio y televisión (y que el
diario La Nación comentara en su edición del día 12 de
septiembre), Martínez Paz, ministro del Interior, “defendió la
política universitaria del gobierno e incluso justificó el uso de
la fuerza”.
Aunque el ataque contra los sectores laborales era generalizado hubo
algunos gremios que fueron agredidos con mayor ensañamiento. Tengo
la convicción que había mucho de ideológico en algunos de esos
embates, como en el caso de los universitarios, donde no se hizo
distingo entre profesores, estudiantes o trabajadores, y donde se
aprovechó cualquier muestra de resistencia para aplicar sanciones
ejemplificadoras. El fanatismo anticomunista de la dictadura era
continuación de la obsesión existente en los sectores más
reaccionarios de la sociedad. La revista Primera Plana, que tan
activo papel había jugado en el golpe contra Illia, comentaba dos
semanas después de la asunción de Onganía que los representantes
de una veintena de organizaciones estudiantiles -entre ellas el
Frente Anticomunista de Odontología y el Sindicato Universitario de
Derecho- habían pedido audiencia al ministro del Interior para
solicitarle “la destrucción de la estructura marxista de la
Universidad, la expulsión de los profesores de esa ideología, la
intervención a EUDEBA y el fin del gobierno tripartito”.
En otros casos la brutalidad represiva pareció responder a un plan
premeditado para provocar reacciones desesperadas o irreflexivas, y
de ese modo poder golpear con mayor dureza a quienes no estaban
preparados para absolver el golpe. Un caso significativo fue el de
los portuarios, que en los primeros días de octubre se encontraron
con que su régimen de trabajo era unilateralmente modificado por la
Ley 16.972. Intentaron defenderse, pero el sindicato fue intervenido,
y cuando quisieron reorganizarse, el secretario general del
sindicato, Eustaquio Tolosa, fue arrestado en medio de una asamblea.
El lugar y momento para detenerlo fue una clara provocación, porque
lo que se buscaba era desarticular a los trabajadores por un largo
tiempo.
Los ferroviarios eran otro sector que estaba en la mira desde varios
años atrás. Ya en época de Frondizi se había iniciado el ataque
contra ese sector. En aquel momento el Plan propuesto por el general
norteamericano Thomas Larkin postulaba el levantamiento del 32 por
ciento de los ramales ferroviarios y el despido de 70 mil
trabajadores. Sólo una parte de aquel proyecto llegó a cumplirse,
porque los ferroviarios hicieron una enérgica defensa de sus puestos
de trabajo. Pero la idea de desmantelar servicios seguía siendo un
objetivo de los gobiernos reaccionarios, y el 2 de diciembre de 1966
la dictadura dispuso la reestructuración del sistema ferroviario,
modificó el régimen de trabajo y atacó la estabilidad laboral del
personal.
El otro gremio contra el que se dirigió toda la rudeza cuartelera
fue el de los azucareros tucumanos. La crisis de ese sector
productivo venía por lo menos desde cuatro años antes, con cierre
de ingenios y pérdida de puestos de trabajo. La angustiosa situación
económica había llevado a que la FOTIA implementara medidas de
fuerza como la ocupación de ingenios en 1965. Las ollas populares se
transformaron en un símbolo de la resistencia obrera.
La dictadura dispuso la intervención de varios ingenios tucumanos y
cerrar otros cinco. Se produjo entonces un desempleo masivo en la
región y el éxodo de la población rural dedicada a la producción
de caña de azúcar. Como forma de protesta el sindicato dirigido por
Atilio Santillán convocó a una concentración en la que fue abatida
Hilda Guerrero de Molina. La trabajadora asesinada el 12 de enero de
1967 era madre de cuatro hijos, y los represores policiales parecían
parafrasear a Sarmiento: “no me ahorre sangre de obrero”.
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