viernes, 3 de noviembre de 2017

Ricardo Campari — Todavía esperamos

Aquel 3 de noviembre de 1976 estábamos en una confitería de Avenida La Plata esperando a Claudio. La puntualidad era una exigencia militante y nos preocupaba que él aún no hubiera llegado. Siempre había sido cuidadoso con ese requisito, aún en los tiempos en que las esperas podían prolongarse un poco más. Pero ahora una leve demora podía ser la diferencia entre la libertad y la prisión, entre la vida y la muerte. La consigna era no esperar más de quince minutos, incluso ese tiempo de retraso era ya una falta importante, pero era el tiempo que se podía esperar antes de abandonar el lugar. Nosotros nos habíamos excedido de la tolerancia, y ya llevábamos cuarenta minutos cuando resolvimos dejar la confitería. Caminamos lentamente las pocas cuadras que nos separaban de Rivadavia, no queríamos confesarnos que estábamos muy preocupados, pero no podíamos ocultar nuestros temores a pesar de que tratábamos de darnos ánimo recíprocamente. Creo que demorábamos nuestros pasos con la esperanza de que él todavía llegara, que hubiese tenido algún percance menor y que nada grave hubiese provocado su tardanza.
A la altura de Rosario nos encontramos casualmente con José Baddouh. Hacía varias semanas que no nos veíamos, y vinimos a cruzarnos con él justo en ese momento. Al saludarlo, mi acompañante lo felicitó por el nacimiento de su hija un par de semanas atrás. Se sonrió y bromeamos porque la pequeña se había anticipado en un día al 17 de octubre. Las bromas terminaron pronto, porque trasgrediendo nuestras estrictas normas de seguridad, le comentamos que veníamos de una frustrada cita con Claudio. Un gesto de preocupación borró la sonrisa de un minuto antes, y dijo lo que nosotros sabíamos muy bien: “él siempre es muy puntual”. No podíamos prolongar la conversación, no era saludable permanecer demasiado tiempo en la calle y en la cercanía de una cita que podía haber sido detectada. Nos despedimos recomendándonos tener cuidado, y nosotros nos dirigimos hacia el subte.
Yo conocía a Claudio desde hacía más de una década, de cuando él no era Claudio sino Ricardo Campari, el indiscutido dirigente de la agrupación sindical a la que me integré a fines de 1964. Desde meses antes Ricardo venía trabajando junto a decenas de compañeros para organizar el Movimiento Gremial Telefónico y habían conseguido aglutinar buena parte de los descontentos con la dirección del sindicato. El agrupamiento creció en forma importante, se convirtió en la Lista Rosa, y en las elecciones de abril de 1965 obtuvo 1.500 votos, instalándose como la tercera fuerza del gremio. A pesar de su perfil de izquierda la agrupación no era expresión de ningún partido político, en buena medida fue Ricardo quien delineó su carácter unitario, pluralista y democrático.
La agrupación se consolidó en los años siguientes a pesar de los embates represivos que siguieron al golpe de estado comandado por Onganía. La radicalización de posiciones políticas alcanzaba no sólo a las organizaciones partidarias, también las agrupaciones sindicales mostraban una creciente disposición a confrontar con la dictadura. Para muchos de nosotros la Lista Rosa era la trinchera desde la cual peleábamos por los intereses de los trabajadores, pero, desde el punto de vista político, era un marco que nos quedaba estrecho. Tal vez Ricardo imaginara desde mucho antes la constitución de la organización política que empezó a concretarse alrededor de 1967.
Él siguió siendo Ricardo en la actividad sindical, pero la resistencia a la dictadura no podía desarrollarse a la luz del día, la reserva era obligada y también la adopción de nombres clandestinos, por eso empezó a ser Claudio para los que militábamos a su lado.
Tanto creció la actividad que debió delegar funciones, terminó dejando el trabajo en ENTel y se volcó de lleno a la tarea revolucionaria. Muchos otros comenzaban a transitar el mismo camino, pasaría todavía mucho tiempo antes de que las organizaciones entraran con fuerza en la escena, pero ya para entonces se intensificaron las reuniones y los contactos entre grupos de militantes.
A pesar de las dificultades, de los peligros, de los enormes sacrificios, la esperanza de un mundo mejor nos galvanizaba. La Revolución Cubana había sido una clarinada llamando a la lucha en todo el continente. La independencia de Argelia y la guerra de Vietnam mostraban las grietas del sistema, y hasta la caída en combate del Che Guevara, en lugar de infundir desaliento, provocaba mayores adhesiones y compromisos.
Claudio era nuestro jefe, nuestro máximo referente, como antes lo había sido de la agrupación sindical. Pero ahora lo era de una organización superior, con objetivos muchos más altos que alcanzar la conducción de un sindicato, con una actividad que lo obligaba a desplazarse por distintos puntos del país.
Al mismo tiempo que trabajaba en la organización del Movimiento Revolucionario Che Guevara, anudaba relaciones con otras organizaciones hermanas que luego serían CPL, las FAL, el PRT y distintas vertientes del peronismo revolucionario. Cuando un año después de El Cordobazo se produjo la irrupción de Montoneros, sostuvo que en el trabajo de masas intentáramos llegar a acuerdos con los compañeros de la Tendencia. Esta disposición pluralista y unitaria nos ubicó en un punto de cruce entre diversas organizaciones hermanas, lo cual no quiere decir que no se produjeran situaciones de fricción con algunas de ellas en diferentes momentos.
En la década del ’70 los golpes de la represión nos alcanzaron como a otros sectores del campo revolucionario y popular. Después de la llegada de la dictadura en 1976 todo se volvió aún más difícil, la caída de varios compañeros en distintos lugares del país hacía prever un futuro mucho más dramático. Pero no imaginábamos –tal vez no queríamos imaginarnos- que Claudio pudiera faltarnos. Su secuestro y desaparición se produjo probablemente en el café de Nazca y Avellaneda. Desde entonces, desde aquel día de noviembre de 1976, todavía esperamos.

Javier Nieva

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