Aquel 3 de noviembre de 1976 estábamos en una confitería de Avenida
La Plata esperando a Claudio. La puntualidad era una exigencia
militante y nos preocupaba que él aún no hubiera llegado. Siempre
había sido cuidadoso con ese requisito, aún en los tiempos en que
las esperas podían prolongarse un poco más. Pero ahora una leve
demora podía ser la diferencia entre la libertad y la prisión,
entre la vida y la muerte. La consigna era no esperar más de quince
minutos, incluso ese tiempo de retraso era ya una falta importante,
pero era el tiempo que se podía esperar antes de abandonar el lugar.
Nosotros nos habíamos excedido de la tolerancia, y ya llevábamos
cuarenta minutos cuando resolvimos dejar la confitería. Caminamos
lentamente las pocas cuadras que nos separaban de Rivadavia, no
queríamos confesarnos que estábamos muy preocupados, pero no
podíamos ocultar nuestros temores a pesar de que tratábamos de
darnos ánimo recíprocamente. Creo que demorábamos nuestros pasos
con la esperanza de que él todavía llegara, que hubiese tenido
algún percance menor y que nada grave hubiese provocado su tardanza.
A la altura de Rosario nos encontramos casualmente con José Baddouh.
Hacía varias semanas que no nos veíamos, y vinimos a cruzarnos con
él justo en ese momento. Al saludarlo, mi acompañante lo felicitó
por el nacimiento de su hija un par de semanas atrás. Se sonrió y
bromeamos porque la pequeña se había anticipado en un día al 17 de
octubre. Las bromas terminaron pronto, porque trasgrediendo nuestras
estrictas normas de seguridad, le comentamos que veníamos de una
frustrada cita con Claudio. Un gesto de preocupación borró la
sonrisa de un minuto antes, y dijo lo que nosotros sabíamos muy
bien: “él siempre es muy puntual”. No podíamos prolongar la
conversación, no era saludable permanecer demasiado tiempo en la
calle y en la cercanía de una cita que podía haber sido detectada.
Nos despedimos recomendándonos tener cuidado, y nosotros nos
dirigimos hacia el subte.
Yo conocía a Claudio desde hacía más de una década, de cuando él
no era Claudio sino Ricardo Campari, el indiscutido dirigente de la
agrupación sindical a la que me integré a fines de 1964. Desde
meses antes Ricardo venía trabajando junto a decenas de compañeros
para organizar el Movimiento Gremial Telefónico y habían
conseguido aglutinar buena parte de los descontentos con la dirección
del sindicato. El agrupamiento creció en forma importante, se
convirtió en la Lista Rosa, y en las elecciones de abril de 1965
obtuvo 1.500 votos, instalándose como la tercera fuerza del gremio.
A pesar de su perfil de izquierda la agrupación no era expresión de
ningún partido político, en buena medida fue Ricardo quien delineó
su carácter unitario, pluralista y democrático.
La agrupación se consolidó en los años siguientes a pesar de los
embates represivos que siguieron al golpe de estado comandado por
Onganía. La radicalización de posiciones políticas alcanzaba no
sólo a las organizaciones partidarias, también las agrupaciones
sindicales mostraban una creciente disposición a confrontar con la
dictadura. Para muchos de nosotros la Lista Rosa era la trinchera
desde la cual peleábamos por los intereses de los trabajadores,
pero, desde el punto de vista político, era un marco que nos quedaba
estrecho. Tal vez Ricardo imaginara desde mucho antes la constitución
de la organización política que empezó a concretarse alrededor de
1967.
Él siguió siendo Ricardo en la actividad sindical, pero la
resistencia a la dictadura no podía desarrollarse a la luz del día,
la reserva era obligada y también la adopción de nombres
clandestinos, por eso empezó a ser Claudio para los que militábamos
a su lado.
Tanto creció la actividad que debió delegar funciones, terminó
dejando el trabajo en ENTel y se volcó de lleno a la tarea
revolucionaria. Muchos otros comenzaban a transitar el mismo camino,
pasaría todavía mucho tiempo antes de que las organizaciones
entraran con fuerza en la escena, pero ya para entonces se
intensificaron las reuniones y los contactos entre grupos de
militantes.
A pesar de las dificultades, de los peligros, de los enormes
sacrificios, la esperanza de un mundo mejor nos galvanizaba. La
Revolución Cubana había sido una clarinada llamando a la lucha en
todo el continente. La independencia de Argelia y la guerra de
Vietnam mostraban las grietas del sistema, y hasta la caída en
combate del Che Guevara, en lugar de infundir desaliento, provocaba
mayores adhesiones y compromisos.
Claudio era nuestro jefe, nuestro máximo referente, como antes lo
había sido de la agrupación sindical. Pero ahora lo era de una
organización superior, con objetivos muchos más altos que alcanzar
la conducción de un sindicato, con una actividad que lo obligaba a
desplazarse por distintos puntos del país.
Al mismo tiempo que trabajaba en la organización del Movimiento
Revolucionario Che Guevara, anudaba relaciones con otras
organizaciones hermanas que luego serían CPL, las FAL, el PRT y
distintas vertientes del peronismo revolucionario. Cuando un año
después de El Cordobazo se produjo la irrupción de Montoneros,
sostuvo que en el trabajo de masas intentáramos llegar a acuerdos
con los compañeros de la Tendencia. Esta disposición pluralista y
unitaria nos ubicó en un punto de cruce entre diversas
organizaciones hermanas, lo cual no quiere decir que no se produjeran
situaciones de fricción con algunas de ellas en diferentes momentos.
En la década del ’70 los golpes de la represión nos alcanzaron
como a otros sectores del campo revolucionario y popular. Después de
la llegada de la dictadura en 1976 todo se volvió aún más difícil,
la caída de varios compañeros en distintos lugares del país hacía
prever un futuro mucho más dramático. Pero no imaginábamos –tal
vez no queríamos imaginarnos- que Claudio pudiera faltarnos. Su
secuestro y desaparición se produjo probablemente en el café de
Nazca y Avellaneda. Desde entonces, desde aquel día de noviembre de
1976, todavía esperamos.
Javier Nieva
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