“El bombardeo de una ciudad abierta por parte de fuerzas armadas del propio país es un acto de terrorismo que registra pocos antecedentes en la historia mundial”. Así comienza el prólogo que Eduardo Luis Duhalde escribió para la primera edición del libro Bombardeo del 16 de junio de 1955. Hoy se cumplen 65 años de aquel acto criminal donde miembros de las fuerzas armadas con la connivencia de sectores políticos y eclesiásticos descargaron sus bombas y ametrallaron a la población civil con el confesado objetivo de aniquilar a todo un gobierno. El plan original era realizar ese ataque en el momento en que el presidente de la Nación se encontrara reunido con todo su gabinete. Un operativo de esa envergadura produciría inevitablemente centenares de víctimas civiles, lo que suelen denominarse "daños colaterales" en la desaprensiva jerga golpista.
Para esta nota recupero buena parte de lo que publiqué en este blog al repasar los antecedentes de la mayor huelga del gremio telefónico. Respeté el texto original aunque tendría que haber hecho algunas pequeñas correcciones, la más significativa sobre el número de víctimas fatales. Entonces la información de que disponía mencionaba "no menos de 350 muertos", las investigaciones posteriores identificaron a 308 asesinados por los golpistas.
Los golpistas de 1955
El jueves 16 de junio de 1955 aviones de la Marina bombardearon la Casa de Gobierno, la Plaza de Mayo, la Avenida Paseo Colón y la Residencia presidencial. Otros aviones se encargaron de ametrallar la Avenida de Mayo desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo, mientras un grupo compuesto por efectivos navales y comandos civiles tiroteaban la Casa Rosada desde el lado de Plaza Colón. El criminal ataque dejó un saldo de no menos de 350 muertos y más de un millar de heridos, casi 80 de ellos quedarían inválidos de por vida.
La responsabilidad principal por el ataque golpista fue de la Marina, con una menor participación de la Fuerza Aérea, y una adhesión prácticamente simbólica por parte del Ejército. En un extenso artículo de la periodista María Seoane publicado en el diario Clarín al cumplirse 50 años del golpe, se dan las siguientes precisiones:
“La conspiración que terminará con los bombardeos en Plaza de Mayo comenzó a principios de 1955, pero recrudeció en abril de ese año. El capitán de Aeronáutica Julio César Cáceres en su testimonio (fojas 842) admitirá que el capitán de Fragata Francisco Manrique era el encargado de reclutar para la rebelión entre los marinos. Que se reunían en una quinta en Bella Vista, propiedad de un tal Laramuglia, no sólo Manrique, sino también Antonio Rivolta del Estado Mayor General Naval; el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón, jefe del Estado Mayor de la Infantería de Marina y los jefes de la aviación naval en la base de Punta Indio, los capitanes de fragata Néstor Noriega y Jorge Bassi, así como el jefe del Batallón de Infantería de Marina B4 de Dársena Norte, capitán de navío Juan Carlos Argerich.”
El enlace civil entre Toranzo Calderón y los capitanes de la Base de Morón de la Fuerza Aérea y el comandante de Aviación Agustín de la Vega, fue el nacionalista católico Luis María de Pablo Pardo. Este personaje también se encargaba de la conexión con el general León Bengoa, del III Cuerpo de Ejército con asiento en Paraná. De Pablo Pardo era un fervoroso antiperonista que ya había participado del intento golpista del general Benjamín Menéndez en 1951. Después del bombardeo del 16 de junio escapó a Brasil, pero regresó para ser premiado por Lonardi con la designación como ministro del interior. De Pablo Pardo sólo duró un día en el cargo, porque al día siguiente de asumir en el ministerio, Lonardi fue obligado a renunciar como presidente.
Originalmente el plan de los golpistas era atacar la Casa Rosada el día miércoles 22, cuando Perón se encontrase reunido con los colaboradores con los que compartía las decisiones de gobierno. Sabían que esa reunión se realizaba miércoles por medio a las 10 de la mañana, por eso pensaban iniciar el bombardeo a esa hora, y terminar con esa parte de la operación en unos pocos minutos. Luego vendría el asalto por parte de comandos civiles que atacarían desde la entrada principal sobre la calle Balcarce a los defensores que hubiesen sobrevivido al bombardeo. Simultáneamente dos compañías de infantes de marina atacarían desde el lado de Plaza Colón. No sólo se contaría con el factor sorpresa y con un brutal bombardeo preliminar, también tendrían de su parte una abrumadora superioridad numérica y un armamento mucho más moderno que el de los granaderos que defendían la Casa de gobierno.
Para Marcelo Larraquy la idea del bombardeo había sido planteada por el capitán de fragata Jorge Bassi a otros compañeros de armas por lo menos dos años atrás. Al principio el proyecto pareció demasiado fantástico, pero fue ganando adeptos entre los conspiradores, se fueron puliendo los detalles y terminó por ser adoptado. Aprovechando un viaje a Europa de un buque escuela de los cadetes navales, los marinos habían adquirido fusiles semiautomáticos FN, de procedencia belga, fuera del programa de la compra oficial. La Armada los hizo ingresar de contrabando, y con ellos armó a los infantes que atacaron la Casa Rosada. Estaba previsto que el centro de operaciones fuera la base aeronaval de Punta Indio. De allí despegarían los aviones. En media hora o cuarenta minutos ya estarían sobrevolando Buenos Aires. El Aeropuerto de Ezeiza funcionaría como central de reabastecimiento para los aviones después del primer ataque. Desde hacía más de un año se estaba construyendo allí, en forma clandestina, un depósito para almacenar las bombas y el combustible. Los explosivos fueron trasladados desde la base aérea Comandante Espora, de Bahía Blanca, hacia Punta Indio y Ezeiza.
Una operación militar de esa magnitud, en la que iban a participar varios centenares de efectivos, y con una logística enormemente compleja, no podía pasar desapercibida. Los servicios de inteligencia funcionaron bien, y funcionaron tanto en una dirección como en la otra. Las fuerzas leales al gobierno detectaron los preparativos golpistas, tal vez no llegaron a tener una información completa, pero supieron que se estaba preparando algo importante. Los conspiradores, por su parte, también supieron que los otros sabían, tal vez no supieron cuánto sabían, pero ya no contaban totalmente con el factor sorpresa. Si esperaban hasta el miércoles 22 podía ser demasiado tarde, por eso decidieron adelantar la operación para el día 16.
El ataque
A las 10 de la mañana el capitán Noriega partió con su avión desde Punta Indio. Llevaba dos bombas de demolición de cien kilos cada una. Para ese momento los efectivos a las órdenes del capitán Bassi ya habían tomado Ezeiza y esperaban la llegada de los infantes de marina que viajaban en cinco aviones de transporte. El cielo estaba encapotado, la visibilidad era tan escasa que desde el Ministerio de Marina no alcanzaba a verse la Casa de Gobierno distante tres cuadras. En esas condiciones el bombardeo se hacía casi imposible, por eso Noriega decidió mantenerse en el aire en los alrededores de la ciudad uruguaya de Colonia. Confiaba en que el tiempo mejoraría. La autonomía de vuelo de su aeronave era de cuatro horas.
El jefe del Ejército, general Franklin Lucero, fue informado de los movimientos que se habían producido en Punta Indio y que Ezeiza había sido tomada. Previendo un ataque aéreo le propuso a Perón que se instalara en el Ministerio de Guerra, a corta distancia de la Casa Rosada.
Poco después de las 12.30 mejoró la visibilidad y Noriega descargó la primera bomba sobre la Casa de Gobierno. Tras él siguieron los otros aviones de la escuadrilla y se desató un infierno de fuego en la Plaza de Mayo y sus alrededores. 14 toneladas de explosivos fueron lanzados por los sediciosos sobre la zona céntrica de la ciudad, en tres oleadas de bombardeo en las que participaron una treintena de aviones. Sobre Paseo Colón un trolebús recibió un impacto directo: allí murieron 65 personas.
Los aviones que se encargaban de sembrar la muerte por el centro de la ciudad de Buenos Aires llevaban pintado en su fuselaje un símbolo compuesto por una cruz y una V. La inscripción era traducida como “Cristo vence” y era interpretada como una adhesión con la jerarquía eclesiástica que se encontraba decididamente alineada con la conspiración golpista.
Ese mismo día se conocía la decisión de la autoridad vaticana excomulgando a Perón. La medida del Papa Pío XII había sido tomada en represalia por una resolución del gobierno argentino que, unos días antes, había expulsado del país a un par de sacerdotes comprometidos con los opositores al régimen. Un castigo tan duro contra un presidente de fe católica mostraba toda su desmesura, cuando se recordaba que ese mismo Papa se había negado a aplicar una sanción semejante contra Hitler o Mussolini.
Unos veinte minutos después de que cayera la primera bomba, y cuando los infantes de marina trataban de quebrar la resistencia de los granaderos que defendían la Casa Rosada, llegaron los primeros refuerzos leales desde el Regimiento de Palermo. También los trabajadores fueron convocados por la dirigencia cegetista: El secretario general Hugo Di Pietro usó la cadena radial para reclamar el apoyo obrero al gobierno peronista. En camiones y colectivos los trabajadores se acercaron hasta la zona de los combates, la mayoría no tenían armas pero tenían voluntad de pelear en defensa del gobierno. Muchos de ellos cayeron al ser ametrallados desde el aire o al quedar en medio del fuego cruzado entre leales e insurrectos. Toda la zona del Bajo era el escenario principal de las operaciones militares. Pero los ataques aéreos iban desde el congreso de la Nación, pasando por toda la Avenida de Mayo, el Departamento de Policía, el edificio de Obras Públicas y el local de la CGT. También el Palacio Unzué, la antigua residencia presidencial ubicada en la calle Agüero, fue blanco de las bombas sediciosas.
Entre los trabajadores que se acercaron hasta la zona de los enfrentamientos estaba un joven que tres años antes había ingresado en la mesa de pruebas de la oficina Devoto. Antes había trabajado en un pequeño taller textil, pero en 1951 se quedó sin empleo. Un vecino le sugirió que le escribiera una carta a Oscar Nicolini, el ministro de comunicaciones, luego le hizo llegar el pedido de trabajo: “y así fue como entré en Teléfonos del Estado cuando tenía 16 años”.
Según propia confesión, era un muchachito al que sólo le interesaba jugar al fútbol e ir a bailar; sus padres tenían simpatías por el peronismo, pero ni ellos ni los hijos tenían ninguna militancia. El 16 de junio se fue junto con un compañero hasta la CGT y vio como los aviones volaban sobre Independencia ametrallando a la gente; “no podía creer que fueran tan hijos de puta”. Sintió una enorme indignación, pensó que debía hacer algo para comprometerse con los trabajadores masacrados, por eso decidió afiliarse al sindicato.
“Estaba muy indignado, aunque nunca me había interesado, también me fui hasta el local de la Juventud Peronista que estaba por la calle Charcas. El partido a nivel nacional había sido intervenido, el interventor era Leloir; y en el distrito Capital el interventor era John William Cooke. Para intervenir la Juventud se había designado al doctor Framinián, que era un buen tipo. Allí conocí a Carlos Gallo, que venía trabajando con el “profesor González”, que era realmente profesor, pero de educación física”.
Diez años después, aquel muchacho llamado Héctor Mango, llegaría a ser Secretario General del sindicato Buenos Aires de FOETRA.
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