Un cadáver
El secuestro de la señora María Esther Gianotti de Molfino se
produjo en Lima el 12 de junio de 1980; seis días después, en
compañía de dos hombres “de inconfundible acento argentino”
llegó por la mañana hasta un departamento en la calle del Tutor en
Madrid. El lugar fue alquilado por uno de sus acompañantes
presentando un documento a nombre de Julio César Ramírez. En la
tarde los dos hombres abandonaron el departamento y le dijeron al
conserje que no molestaran a la señora porque estaba descansando
tras el largo viaje.
Pasaron tres días sin que los hombres regresaran y sin que la mujer
saliera del departamento; desde la conserjería llamaron a la policía
preocupados por el olor nauseabundo que salía del interior. Al
forzar la puerta los agentes se encontraron con el cadáver de la
señora de Molfino; estaba en la cama bajo una pila de frazadas, y
para acelerar su descomposición se había dejado encendida la
calefacción.
El cuerpo no presentaba signos de violencia, la autopsia no encontró
rastros de la substancia que se habría usado para asesinarla. La
operación de los servicios de la dictadura fue un éxito. La señora
de Molfino estaba ligada a las Madres de Plaza de Mayo, se encontraba
exiliada en Perú y allí fue secuestrada junto a otros cuatro
argentinos que hasta hoy siguen desaparecidos. Uno de ellos era Julio
César Ramírez, su documento fue el que se usó para alquilar el
departamento en Madrid. ¿Cómo se la trasladó desde Perú hasta
España? ¿Cómo se la obligó a acompañar a sus asesinos sin
ofrecer resistencia y sin pedir auxilio? ¿Cómo la mataron? Éstas y
muchas otras preguntas permanecen sin respuestas hasta hoy.
Pero más allá de la escalofriante eficiencia criminal, lo que hay
que reconocer es la habilidad para generar un impacto político que
desconcertó a los opositores a la dictadura. Por unas semanas los
propagandistas del régimen pudieron decir que los desaparecidos no
eran tales, que se paseaban libremente por Europa alquilando
departamentos, que la “campaña antiargentina” era una gran
mentira. Tal vez alguno de esos servicios todavía permanezca en
actividad asesorando a funcionarios y periodistas.
Destructores
Durante casi cuatro años Héctor J. Cámpora permaneció asilado en
la embajada de México en Buenos Aires. Poco después del golpe de
estado que instaló a la última dictadura consiguió ingresar al
edificio diplomático. El gobierno mexicano le concedió el asilo,
comenzaron las negociaciones para tratar de obtener el salvoconducto
que le permitiría salir del país. La Junta militar le negó
sistemáticamente el permiso, si intentaba salir sería
inmediatamente detenido.
Se sabía que tenía cáncer, una buena asistencia médica tal vez
podría curarlo o al menos aliviar su situación. Pedirle
humanitarismo a la dictadura era absurdo, tratar de obtener apoyo
caritativo por parte de la iglesia ligada al régimen no parecía
viable. Su salud se fue deteriorando, las gestionas en su favor
chocaban con la intransigencia dictatorial. Un sobrino suyo, Mario
Alberto Cámpora, decidió pedir la mediación de la embajada
norteamericana; en un cable desclasificado el embajador de entonces,
Raúl Castro, recomendó rechazar la gestión porque el ex presidente
era “un símbolo mayúsculo de corrupción y de servilismo ante los
elementos subversivos”.
Recién cuando su dolencia entró en estado terminal se lo autorizó
a abandonar el encierro. A fines de noviembre de 1979 pudo viajar a
México donde falleció al año siguiente. En la actualidad hay
funcionarios gubernamentales que siguen el ejemplo dictatorial, la
cárcel o la amenaza de cárcel sigue usándose para tratar de
quebrar voluntades y conductas dignas.
Celebración
El mandamás jujeño celebró su primer año de gobierno con el
suicidio en la cárcel de un preso que se negó a testimoniar contra
Milagro Sala. Curiosa forma de celebración la de Gerardo Morales,
tal vez imagine que en su segundo aniversario sean dos los suicidas.
Está haciendo lo posible para que eso ocurra, Mirta Guerrero intentó
ahorcarse con una toalla y Milagro Sala se tajeó los brazos con un
vidrio.
Ya hay quienes lo miran con una mezcla de asombro y envidia.
Victoria
Galtieri salió al balcón de la Casa Rosada embriagado de alcohol y
de gloria; una multitud lo vitoreaba y un lugarteniente le decía:
“disfrute, jefe”. Un par de días antes otros manifestantes
habían sido apaleados por orden suya, un dirigente obrero había
sido muerto a poca distancia de esa Plaza. El dictador estaba en
éxtasis, se sentía como héroe máximo de la historia, nada ni
nadie podría desplazarlo del lugar que tan bien se había ganado.
Unas semanas más tarde otra multitud lo cubría de insultos, la
derrota sufrida en la guerra le mostraba la otra cara de la fortuna.
No fue la primera ni la última vez que un inútil con veleidades de
genio fue repudiado por el pueblo; lo malo es que en esa caída
millares de inocentes fueron víctimas inconscientes de esas
fantasías. Otro inútil que bailoteó en el mismo balcón que
Galtieri debiera tenerlo en cuenta, pero más que él debería
recordarlo el pueblo que lo colocó allí.
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